Una de las situaciones más aflictivas y uno de los dolores más apremiantes – después de perder la caridad por el pecado mortal – para un católico es carecer de los canales regulares de la gracia, necesarios tanto para recuperar el estado de justicia cuando lo perdemos como para conservarlo cuando lo tenemos y perseverar en éste hasta el fin.
El justo posee un organismo natural, común a todos los hombres –
cuerpo, alma y facultades naturales (la razón y la voluntad) con sus
operaciones – ordenado a su perfección natural; y un organismo
sobrenatural – alma, gracia santificante y virtudes y dones del Espíritu
Santo con sus operaciones – ordenado a su fin y perfección
sobrenaturales.
Sabemos también, contra el error de De Lubac, que nada hay en la
naturaleza del hombre que exija o reclame el orden sobrenatural. Por lo
tanto la elevación a este orden sólo puede ser recibido como gracia de
parte de Dios, toda vez que supera infinitamente las exigencias de
nuestra naturaleza.
Así mismo sabemos que el hombre, cuando ha perdido en su alma la
gracia, es como un “cadáver” espiritual, puesto que queda privado de la
causa formal de la vida sobrenatural (así como lo es el alma con
relación al cuerpo en la vida natural, el cual muere si aquélla se
separa de él); y por lo tanto nada puede merecer en cuanto a su
santificación ni a su salvación mientras permanece en aquel lamentable
estado, ya que el hombre, con sus solas fuerzas naturales, no puede
producir obras meritorias para la vida eterna: el mérito supone la
gracia.
El pecado, en tanto "aversio a Deo et conversio ad creaturas" (aversión
a Dios y conversión a las criaturas), siendo el único mal verdadero que
puede sufrir el hombre, a modo de “suicidio espiritual” del alma, es
también lo único que nos priva de la gracia, raíz de la vida divina;
junto a esta pérdida y grandísima ruina perdemos también todo mérito
sobrenatural. El hombre, en el origen, fue privilegiado con el estado de
justificación por Dios pero, con su prevaricación perdió el estado de
gracia y el derecho a la gloria los cuales, en virtud de la obra
redentora de Jesucristo, podemos recuperar tan sólo por dos medios, que
son los llamados sacramentos “de muertos (espirituales)”: el Bautismo en
el inicio de la justificación y el sacramento de la Confesión si acaso
volvemos a caer ya bautizados.
Ahora bien, volviendo al principio de esta entrada, no puede ser más
aflictiva la actual situación que aqueja al católico, a causa de la
orfandad en que nos encontramos por la defección post-conciliar de la
Autoridad en la Iglesia, en cuanto a la distribución de los medios de
salvación y canales de la gracia divina, cuales son los Sacramentos. En
efecto, siendo imposible perseverar en la justificación sin el constante
auxilio de la moción divina en el alma, el acceso a sacramentos válidos
es, literalmente, “vital”; tanto con relación a los sacramentos “de
muertos” (el Bautismo y la Confesión) necesarios para obtener la gracia y
para recuperarla, como con relación a los sacramentos “de vivos” (El
Orden, La Eucaristía, la Confirmación, la Unción de los enfermos y el
Matrimonio) para conservar, alimentar y desarrollar la perfección
cristiana. Todos estos medios de santificación pudo Cristo dispensarlos
directamente, sin embargo quiso administrarlos por medio de una
institución fundada directamente por Él, la Iglesia Católica, en la cual
los depositó para todo el que crea se salve. Siendo Cristo el autor de
los sacramentos y el ministro invisible de su Iglesia (Él es quien
bautiza, quien confirma, quien perdona, etc., aunque por medio de
hombres que Él estableció en el sacramento del Orden como ministros
externos) puso sobre su Iglesia, que Él gobierna invisiblemente por
medio del Espíritu Santo, a un hombre como su Vicario y Ministro
visible, es decir a Pedro y sus sucesores. Luego, hay sólo una realidad
donde se encuentra el depósito de la revelación y de la gracia, ésta es
la Iglesia fundada sobre Pedro y en unión con él.
El problema está en que actualmente, con excepción del Bautismo y,
probablemente, del Matrimonio, quien quiera profesar la Fe y recibir los
auxilios divinos sin los cuales nada meritorio podemos en el orden
sobrenatural, se encuentra ante una trágica dificultad. Por un lado
están los católicos "costumbristas" que, ya sea por pasiva confiabilidad
o por ignorancia culposa, siguen incondicionadamente tanto las
enseñanzas como la liturgia de la "iglesia conciliar", por otro lado
están (potencialmente) quienes quisieran convertirse o profesar la
religión católica y también, en fin, los católicos que quieren
mantenerse fielmente e integralmente católicos y que, para ello,
encuentran un impedimento insalvable para unirse a la iglesia oficial.
El primer grupo cree seguir la sana doctrina y recibir sacramentos
válidos, hipotecando descuidadamente y negligentemente su santificación y
su salvación. El segundo grupo, si instruido, no sabrá adonde recurrir
para encontrar el depósito de la Fe, la regla de la Fe, y los
sacramentos. El tercer grupo, sabiendo que la Iglesia Católica es
indefectible, llorará no tener fácil acceso al Pusillus Grex Militans,
es decir al "Pequeño Rebaño Militante" que mantiene la Missio, aunque no
la Sessio, en orden a recibir válidos sacramentos.
Y ¿cuál es la causa de toda esta situación tan aflictiva y sin
precedentes en la historia de la Iglesia Militante? Esto se debe a que
la Iglesia fundada por Jesucristo, la Iglesia Católica, al menos desde
la promulgación de los documentos del Concilio Vaticano II, quedó casi
escondida y velada, reducida a un puñado de obispos, sacerdotes,
religiosos, religiosas y fieles, pero que continúa celebrando la Oblatio
Munda que es el Santo Sacrificio, el cual no debe cesar hasta el fin de
la historia. En cambio, no es posible seguir a la iglesia oficial, toda
vez que ésta profesa otra religión (ecuménica, conciliar, o como se la
quiera llamar) y no es Pedro quien la gobierna.
Hemos dicho que el hombre, llamado gratuitamente por Dios a la vida
divina, en el actual estado de naturaleza caída, aunque no
irremediablemente perdida, necesita del auxilio de la gracia, toda
vez que el fin a alcanzar (en el orden sobrenatural: la propia
santificación y la vida eterna) supera a la naturaleza – en el estado de
inocencia original no eran necesarios los sacramentos, ni como remedio
del pecado ni como auxilios para la perfección del alma. También indiqué
que este auxilio divino quiso Dios que brotara de los méritos de la
Redención y dispensado al género humano mediante signos sensibles
instituidos por Nuestro Señor Jesucristo para producir la gracia de Dios
en el alma humana, éstos son los Sacramentos que han de ser válidos y
administrados en la fe católica y en la única institución divinamente
constituida, la Iglesia Católica.
Hasta aquí todo funcionaría fluidamente y regularmente, y todo
acontecería como en tiempos normales, si la Santa Iglesia Católica, a
causa de la defección de la autoridad entregada a las insidias del
enemigo de Dios y del hombre, no hubiese sido empujada por el odio de la
revolución modernista a la más trágica y lamentable de las tormentas
jamás sufrida en su historia.
En realidad, en su raíz y esencia, el problema concierne totalmente a
la Fe; en su raíz porque es el origen de las consecuencias, y en su
esencia porque es la naturaleza del problema. En efecto, si la fe que
profesa y comunica la iglesia conciliar ya no es la Fe católica,
entonces la gracia es incomunicable, puesto que sus sacramentos serían
inválidos; es decir éstos serían tan sólo ceremonias y signos que no
significan ni producen la gracia en el alma; y quien se acerque a
recibirlos, aunque con confiada disposición, podrían sentirse
sacramentalmente receptores de la gracia en fuero interno, pero en
realidad nada habrían recibido en el plano objetivo. Es así que, esta
nueva religión (modernista, ecuménica, conciliar, etc.) necesita una
nueva iglesia con una nueva doctrina, nueva disciplina (nuevo código de
derecho), nuevo culto (la cena del Señor, no el Sacrificio) y nuevos
"sacramentos".
Exponer la no catolicidad de los contenidos a creer de esta nueva fe
escapa, por ahora, al espacio de la presente entrada; sin embargo
podemos ahora referirnos a la nueva liturgia y a los nuevos sacramentos,
y así advertir que no pertenecen a la fe católica (Lex orandi, lex credendi).
La iglesia conciliar, fiel a su único dogma que es el falso ecumenismo,
necesitó de nuevos sacramentos, para lo cual alteró y adulteró los
sacramentos católicos, principalmente en su forma, en las ceremonias y
oraciones, y en la intención. Brevemente podemos examinar este aspecto.
Importancia y dramatismo especial reviste la situación respecto a la
invalidez del nuevo sacramento del Orden, cuyo rito fue aprobado y
promulgado por Pablo VI el 18 de Junio de 1968. Esto es crucial, ya que
si desde aquella fecha los “ordenados” con el nuevo rito no han sido
válidamente ordenados, entonces estos “ministros” no pueden hacer
("haced esto...") el Sacrificio de la Misa Católica y tampoco
administran sacramentos válidos, con excepción del Bautismo y,
probablemente, el Matrimonio. Se comprende entonces que, demolido el
Sacrificio, viciada la validez del Orden sacerdotal, destruida la sana
Doctrina y viciada la validez de los Sacramentos que dependen del
verdadero sacerdocio estamos, por una misteriosa permisividad divina,
ante la conspiración diabólica casi perfecta, sobre todo porque,
destruida la Misa y el Sacerdocio según el Orden de Melquisedec, en
realidad se ha destruido casi todo.
Existe abundancia de tratados serios y confiables de doctos autores
católicos que se han ocupado de estos temas, lo cual excede largamente
el espacio y la intención de este blog, comenzando por el célebre “Breve
Examen Crítico del Novus Ordo Missae” (de fácil acceso en internet en
su traducción española) que, con la impronta teológica del destacado
teólogo dominico Mons. Michel Guérard des Lauriers, los Cardenales
Alfredo Ottaviani y Antonio Bacci presentaron a Paulo VI en 1969, para
representar el abandono de la teología católica en la nueva "misa"
operada por la reforma litúrgica como producto del “concilio Vat. II”.
Pretendo despertar el interés por instruirse sobre el estado actual de
la religión católica, y ayudar a advertir el grave peligro de hipotecar
la justificación y la salvación por comodidad, ignorancia o tibia
confianza, siguiendo una falsa religión con apariencia de verdadera, por
aquello de San Pablo: “Sin la fe es imposible agradar a Dios” (Hb 11,6)
y aquello de “Si un ciego guía a otro ciego ambos caerán en la fosa”
(Mt 15,14).
No hemos nacido sino para alcanzar la vida y la gloria eternas en la
clara visión de Dios; éste es el fin supremo de la vida del hombre como homo viator.
Toda la vida terrena del hombre consiste en el mérito para alcanzar
este fin sobrenatural que es, a la vez, su supremo bien; subordinada a
este fin supremo el hombre puede también conseguir una felicidad
relativa en la tierra, compatible con éste mediante el progreso en la
perfección cristiana. Todo lo cual es imposible, y hasta mortífero (es
decir causante de la muerte) si el hombre se adhiere al error, aunque
sea por comodidad y negligencia, si sigue el error diabólicamente
presentado y practicado por la secta de la nueva iglesia conciliar (la
más grande secta de todas en la historia, pues cuenta con millones de
adherentes en el mundo) y que abusivamente se autodenomina católica. La
Iglesia integralmente Católica fue fundada personalmente por Jesucristo,
Redentor de la humanidad, para conducir al hombre a la gloria eterna
mediante los auxilios sobrenaturales que le dispensan los sacramentos
válidos y la adhesión a las verdades de la Fe, en obediencia a su
Magisterio infalible.
¿Qué hacer en medio del desastre, puesto que la mayoría del puñado de
católicos se encuentra en la total orfandad pastoral y magisterial a
causa de la privación de la Autoridad en la Iglesia?
Para quienes no pueden acceder a los escasos Obispos, sacerdotes y
templos que se mantienen fielmente católicos para recibir los medios
necesarios para la vida de la gracia, quedan aún algunos recursos a los
que podemos recurrir para no claudicar y, si caemos, volver a
levantarnos; aunque conscientes de que, en tal estado, sólo se salvarán
los más fuertes ya que la militancia es mucho más difícil.
El Concilio Vaticano I dice “Mas porque sin la fe es imposible agradar a
Dios (Hb 11,6) y llegar al consorcio de los hijos de Dios, nadie obtuvo
jamás la justificación sin ella, y nadie alcanzará la salvación eterna
si no perseverare en ella hasta el fin” (DZ 1793); es decir, quien
carece de la fe viva (los no bautizados, los herejes, los apóstatas, los
cismáticos, los que están en pecado mortal) carece también de la gracia
y de ninguna manera se puede salvar. Además, el Concilio de Trento
enseña que la fe es el comienzo, fundamento y raíz de la justificación
(DZ 801): el comienzo porque establece el primer contacto entre Dios y
el hombre; el fundamento porque todas las demás virtudes, incluida la
caridad, presuponen la fe, de modo que sin la fe es imposible esperar ni
amar a Dios (nadie ama lo que no conoce); es la raíz porque de la fe,
imperada por la caridad, brotan y viven las demás virtudes. Luego, por
su importancia indispensable para la vida cristiana, debemos conservar
la Fe, entendida no como un vago sentimiento religioso o como una cierta
subjetiva experiencia de la conciencia – como quieren los modernistas –
sino como aquella “virtud sobrenatural por la que, con la inspiración y
la ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero todo lo que por Él
ha sido revelado…por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no
puede engañarse ni engañarnos". Luego la Fe consiste, objetivamente, en
el libre asentimiento del entendimiento, movido divinamente por Dios
(no por la operación de hombre), a las verdades contenidas tanto en la
palabra de Dios como transmitidas por la Tradición y que la Iglesia por
su Magisterio infalible propone como divinamente reveladas. Entonces, lo
primero en esta difícil situación será mantenerse firmes en la Fe
católica, a la vez que huir y resistir los errores contra ella enseñados
por la iglesia conciliar, errores conducentes a los más graves pecados
contra la Fe, a saber, la apostasía y la herejía, miserables delitos
propagados como frutos envenenados del Vaticano II.
Una importancia especial reviste el sacramento que, por su dignidad y
perfección, es el más excelente de todos, éste es la Eucaristía, porque
contiene al mismo Cristo y es el fin de todos los demás sacramentos. Y
aquí es donde asistimos con estremecimiento a una de las más terribles
aflicciones y a uno de los más graves problemas que pone a la conciencia
del católico la falsa reforma litúrgica promulgada por Paulo VI. En
efecto, el católico no puede participar ni comulgar de la “misa” actual,
como tampoco de la llamada Misa tradicional, pero en la cual se
mencione al “papa” Jorge Bergoglio en el Canon de la Misa. La razón, en
el caso de la actual “misa-cena" reformada, es que tanto la definición de
esta "misa", como sus fines y su naturaleza, se alejan de tal modo tanto
en su conjunto como en el detalle de la teología católica de la Misa
que ésta ha pasado a ser otro rito, perteneciente a otra religión. Y en
el segundo caso, la Misa tradicional con mención del “papa” actual en el
Canon, aunque ésta "parezca" ser la Misa católica, sin embargo, por no
ser Jorge Bergoglio (ni los papas post conciliares) ni la Autoridad ni
formalmente el Vicario de Cristo en la tierra, quien asista a esta misa -
como lo demuestra Mons. Guérard de Lauriers - se mancha con los delitos
de Cisma (por estar la iglesia oficial en estado de cisma capital) y de
Sacrilegio, toda vez que participa de una acción que debiendo ser
sagrada no lo es. Podemos, a lo más y por graves razones de
compromisos familiares y sociales, asistir a estas “misas”, manifestando
explícitamente que sólo asistimos pero no participamos.
Tampoco debemos recurrir, con excepción del Bautismo, a los demás
“sacramentos” administrados por los “sacerdotes” del denominado Novus
Ordo, dado que han sido inválidamente ordenados, por lo tanto no son
sacerdotes ni administran sacramentos válidos portadores de la gracia.
En fin, tenemos al alcance de todos un valiosísimo recurso, que cobra
un especial valor en el estado de privación en que nos encontramos: la
oración, la cual, como enseña Santo Tomás, está dotada de cuatro efectos
saludables: satisfactorio, meritorio, impetratorio y el de producir una
cierta refección espiritual. Además la oración, en virtud de las
promesas de Dios, posee un eficacia infalible cuando está revestida de
las debidas condiciones (cfr. Mt 7,7-8; 21,22. Jn 14,13.14; 15,7; 15,16;
16,23-24. 1Jn 4,14-15); nuevamente citamos a Santo Tomás: “En
consecuencia, siempre se consigue lo que se pide, con tal que se den
estas cuatro condiciones: pedir para sí mismo, cosas necesarias para la
salvación, piadosamente y con perseverancia” (ST, II-II,83,15 ad a.). Y
entre las cosas que debemos pedir urgentemente en caso de caer en pecado
mortal y en ausencia del sacramento de la Penitencia (ya sea éste
actualmente inválido o administrado ilegítimamente por algún sacerdote
inválidamente ordenado) es la gracia de una perfecta contrición
sobrenatural para recuperar cuanto antes la amistad con Dios, que
comprende el dolor y la detestación de los pecados cometidos, en cuanto
son ofensa a Dios, el propósito de confesarse (aunque sea físicamente o
geográficamente imposible de manera válida, ya que la contrición incluye
este propósito) la reparación de la ofensa y el firme propósito de no
volver a pecar.
Y he dejado para el cierre, la excelsa y santa devoción a María, cuyos
títulos y grandezas derivan del magnífico hecho de su maternidad divina.
La inmaculada y llena de gracia (donde está la plenitud de la gracia no
existe el pecado, ni actual ni original), divinamente asociada a la
obra de redención de la humanidad, Reina de cielo y de la tierra, y
Mediadora universal de todas las gracias. Como enseña San Luis María
Grignion de Montfort la verdadera devoción a María conduce a la unión
con Nuestro Señor; y afirma que éste es el camino más fácil, más breve,
más perfecto y más seguro para llegar a Él. Entre las devociones a
María, ocupa un lugar privilegiado la devoción del Santísimo Rosario;
éste es la devoción mariana por excelencia, clara señal de justificación
para quien lo rece devotamente y diariamente, prenda de múltiples
gracias, incluida la asistencia en la hora de la muerte como ella misma
lo prometió a Lucía en Fátima.
“Christus Vincit, Christus Regnat
Christus, Christus Imperat!”
Christus, Christus Imperat!”
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