Primera Parte
Después de la época apostólica, en la llamada época patrística, referida a los Padres de la Iglesia, el cristianismo, es decir, el dogma revelado, la dogmática revelada cristiana, se confrontará con un pensamiento filosófico extraordinariamente desarrollado, como fue el pensamiento de los filósofos y pensadores griegos, sobre todo Platón y Aristóteles. Los Padres de la Iglesia, entre los cuales sobresale como un gigante San Agustín, quieren estructurar una filosofía cristiana. Para realizar esta empresa, recurren como pensador a Platón, el cual, a primera vista, es un pensador más fácilmente conciliable con la dogmática revelada que Aristóteles; luego, los Padres de la Iglesia son platónicos, pero corrigiendo, al mismo tiempo, las deficiencias intelectuales que se podían notar en un pagano que aún no se había beneficiado con la luz de la Revelación, aunque de una altura intelectual pocas veces alcanzada. Sin embargo, andando el tiempo, se vio que la filosofía platónica no era el instrumento adecuado para crear una teología, porque, en ese sentido, hay que tener muy claro que la teología no es lo mismo que la fe. La teología significa la organización racional de los dogmas; es decir, la empresa encaminada a constituir, con el conjunto de los dogmas revelados, un Corpus Doctrinale, un cuerpo doctrinal consistente, apoyado en ciertos principios y sujeto a desarrollo y progreso, como todas las disciplinas científicas meramente humanas. Dado que la Revelación no es un Corpus Doctrinale, puesto que Cristo es el único que tiene derecho a ser creído bajo palabra, sin demostrar las verdades que proclama – cuando Cristo quiere demostrar algo no usa silogismos, sino que hace milagros, lo cual es muy distinto, es el procedimiento divino – con todo, el procedimiento silogístico debía ser hecho por los hombres, los pensadores, los no inspirados, ellos debían realizar y estructurar un Corpus Doctrinale con los dogmas revelados.
Cuando aparece Santo Tomás, como digo, la filosofía cristiana estaba culminando en estructurarse. El primer intento, la primera escolástica, que es platónica, realmente termina sin pena ni gloria – no hay que asustarse para decir estas cosas – pero entretanto, había llegado a Europa la filosofía aristotélica; y había llegado por una vía insuficientemente considerada por los historiadores; llega a través de los musulmanes. Saben ustedes perfectamente que los musulmanes llegan a España en 711 d.C., conquistan rápidamente casi toda la península ibérica con la Batalla de la laguna de La Janda o de Guadalete, como la llaman. Es así como en España floreció uno de los focos intelectuales del pensamiento árabe. El foco oriental había sido Damasco, el foco occidental sería la ciudad de Córdoba, capital del califato del mismo nombre. Es aquí donde comienza a cultivarse la doctrina de Aristóteles, la cual, a continuación, pasa a las escuelas cristianas, en parte gracias a la escuela de traductores de Toledo, favorecida por los reyes de Castilla a partir de Juan José. En el momento en que aparece Santo Tomás, Aristóteles es más o menos familiar en todas las escuelas europeas. Naturalmente, había que confrontar, como debe ser, el conjunto de los dogmas revelados con el conjunto de las verdades aristotélicas adquiridas con la sola fuerza de la inteligencia humana, para que ese pensamiento aristotélico sirva a la organización científica de la Revelación, a la estructuración de una teología cristiana. Era necesario someter aquel instrumento a un proceso de depuración; la filosofía aristotélica, tal como había llegado por mano de los pensadores musulmanes, como Averroes el cordobés y otros, no podía servir tal como estaba a una realización seriamente científica de la Revelación, es decir, a la estructuración de una teología que fuera una ciencia digna de respeto. ¿En qué va a consistir esa depuración? En lo siguiente: He dicho muchas veces en mis clases y muchos de mis alumnos aquí presentes me lo han oído – algunos de ellos con cierto asombro inicial que se ha disipado luego con mis explicaciones – que Aristóteles estaba más cerca de Platón que de Santo Tomás; lo cual mantengo. Porque la filosofía aristotélica, en especial la metafísica aristotélica, es una metafísica de tipo esencialista y no de tipo existencial. No llamo a la metafísica de Santo Tomás existencialista, porque este término ha tenido otro significado para el hombre; la llamo metafísica existencial. Es decir, la filosofía primera de Aristóteles es una filosofía primera de las esencias de las cosas; y la filosofía primera de Santo Tomás es una filosofía primera del existir de las cosas, que es lo más importante que tenemos nosotros, que tienen todos los entes existentes; que tenemos los entes humanos y todos los entes del mundo visible e invisible – de éstos últimos sólo tenemos información de la Revelación – La de Santo Tomás es una metafísica del existir de los entes existentes, pues algo es un ente en tanto existe en tal o cual especie, en la especie humana para nosotros, ya que existe de una manera determinada; esa manera determinada, en el caso nuestro es la especie humana, y en todos los demás seres es la esencia o naturaleza que los inscribe en una especie determinada. Lo importante es el existir; lo dice Santo Tomás: «Aquello de más íntimo que tiene cada ser es su existir, no es su esencia, somos entes por el existir; somos tales o cuales entes, de tal o cual manera, porque tenemos una esencia que determina y coapta ese acto supremo, que es el existir, a una especie determinada»; en el caso nuestro, a la especie humana.
Santo Tomás va a efectuar una operación que se podría asimilar a la trasposición de tonalidad que hacen los músicos; Santo Tomás traspone la metafísica aristotélica, esencialista, substancialista, formal – no formalista – a la tonalidad existencial. El acto último, para Santo Tomás, es el existir. Lo importante de todo ente es que existe; después veremos cuál es su naturaleza; lo importante es que existen, eso es lo primero de todo y lo más importante de todo. Ahora, ese existir plantea ciertos problemas no tratados por Aristóteles; daré algunos ejemplos para que se vea la aportación originalísima de Santo Tomás, porque, generalmente, se ha creído que Santo Tomás copió a Aristóteles, que bautizó a Aristóteles. Recuerdo haber sido amigo de un gran filósofo argentino llamado Nimio de Anquín, profesor en la Universidad de Córdoba; en cierta ocasión estábamos en Salamanca, España, donde se discutía, precisamente, sobre esas relaciones entre Santo Tomás y Aristóteles; alguno de los presentes dijo con más suficiencia que acierto, que Santo Tomás no había hecho más que bautizar a Aristóteles; Nimio de Anquín, inteligentísimo, recogió la palabra replicando «Perfecto, siempre que al bautismo se le dé su verdadero significado: muerte del hombre viejo y nacimiento del hombre nuevo». Es evidente; es una cosa absolutamente nueva. Por eso, tengo que decir que me estoy cansando cada vez más de aquello de «filosofía aristotélico-tomista»; hay que hablar de «filosofía tomista» a secas, sin el prefijo aristotélico. Lo cual es mucho más sano y mucho más exacto.
Santo Tomás tiene que purificar, como digo, la filosofía aristotélica, para que le sirva como instrumento; porque tal como había salido de la mano de Aristóteles tampoco le servía. Era menos inútil que el platonismo, pero era nociva, inútil, no podía ser traspuesta a la tonalidad existencial. Había ciertos problemas que debían ser planteados – y Santo Tomás se los planteó – que no pudieron ser planteados por Aristóteles, aunque no por culpa de él – aquí no se trata de méritos, se trata del valor objetivo, lo cual es muy distinto.
Por ejemplo, el problema de la Creación, no planteado por Aristóteles, es decir, «la producción de una realidad de la nada suya y de su sujeto», como dice la definición, productio rei nihilo sui (de su forma) et subiecti (de la materia). Aristóteles no se lo planteó porque él, implícita y explícitamente, creía en la eternidad de la materia. La materia no es eterna, aunque no haya tenido comienzo; en efecto, algunos piensan que la eternidad significa ausencia de comienzo; no, la eternidad no es eso; Santo Tomás dice que no se puede demostrar, con la razón natural, que el mundo haya comenzado; sin embargo, él dice que la materia no es eterna; que el signo de que la materia no es eterna es que está sujeta a cambios, a mutaciones, a alteraciones; aunque no haya tenido comienzo en el tiempo ni vaya a tener término en el tiempo, no puede ser eterna porque se mueve, y la eternidad, como fue definida de manera inmortal por Boecio es la posesión plena y perfecta de una vida interminable; nótese que dice de una vida, no de una simple existencia; como dice Santo Tomás, el vivir en los vivientes es su existir. Es un problema que no se planteó Aristóteles.
Segundo: el problema de la personalidad humana, mejor, el problema de la hipóstasis, el cual, respecto a los hombres, es el problema de la personalidad; somos hipóstasis racionales que, en cuanto somos racionales, recibimos el nombre de persona. Tampoco lo planteó Aristóteles, porque, sin las luces de la Revelación, tampoco podía; así, para Aristóteles eran idénticas la naturaleza individual y la personalidad; pero, para nosotros, no puede ser idéntica; porque resulta que hay una naturaleza humana individual, la más absolutamente perfecta de todas, que es la naturaleza de Cristo, que no es una persona; es así que en Cristo hay una sola persona, que es la persona del Verbo, la persona divina del Verbo, que subsiste en dos naturalezas, la divina y la humana. Luego, había que estructurar otra definición de persona, distinta de la naturaleza individual. Este es el segundo problema que Aristóteles no se lo planteó.
Estos dos problemas son fundamentales, porque atañen a la nuestra contingencia; porque si hacemos una filosofía de las esencias, jamás podríamos plantearnos el problema de la contingencia de los entes existentes; porque, como dijo el mismo Aristóteles, las esencias son eternas, inmutables, necesarias e indivisibles; pero, eso no son las esencias. Resulta que las personas y los entes existentes no somos necesarios, sino contingentes; no somos eternos, sino temporales; no somos indivisibles, sino divisibles; de manera, entonces, que en tanto entes existentes, dotados de aquel acto último, de aquella perfección última, que es puramente la perfección del existir, somos entes contingentes. El pensamiento antiguo no pudo plantearse este problema del existir; y esto es muy importante. Por eso yo creo que el problema de la distinción real entre la esencia y existencia, que se plantea el pensamiento tomista y todo el pensamiento occidental a partir de los grandes escolásticos, es un problema extraordinariamente importante. Con razón, un gran teólogo español de este siglo, Norberto del Prado, quien hizo una monografía monumental sobre la esencia y el existir, es decir, sobre la distinción real entre la esencia y el existir, dice que es la verdad fundamentada de la filosofía cristiana; así se llama su monografía, Veritas fundamentalis philosophiae christianae. Estos problemas se los planteó Santo Tomás.
Como pueden ver, el problema de la personalidad humana es un problema importantísimo, así como el de la distinción real entre la esencia y el existir e, igualmente, el problema de la Creación; son problemas fundamentales y son la base inconmovible del pensamiento tomista; problemas, acerca de los cuales, Aristóteles no tuvo noticias. Vuelvo a decir que esto no significa desaprobar a Aristóteles y mucho menos vituperarlo; él carecía de las luces de la Revelación, evidentemente; pero, como también he dicho en mis clases, a modo de comparación, que es mejor subir una cuesta de día que de noche, se sube mejor no a causa de alguna fuerza que aporte la luz, lo cual es imposible, sino a causa de la luz que ilumina; es lo que hizo la luz de la Revelación con Santo Tomás, lo iluminó, pero él puso la fuerza; él puso la fuerza natural de la inteligencia humana; y es curioso, porque, precisamente, antes de él no estaban bien delimitadas las fronteras entre el saber puramente humano y el saber teológico.
Recuerdo que aquí mismo, en la Universidad Católica, cuatro o cinco años hace, mientras almorzaba con algunos amigos, uno de ellos comenzó a hablar de lo que no sabía – cosa lamentable – Recuerdo que me dijo que en el tomismo no hay gracia, porque todas las conclusiones a las que llega el tomismo son conclusiones ya elaboradas de antemano por la teología. Yo no iba a entrar en discusiones con él, porque no se debe perder el tiempo, pero le formulé la siguiente reflexión: «seguramente es el tomismo que has estudiado tú – le dije – el tomismo que he estudiado yo no es así». Me preguntó «Entonces, ¿qué es el tomismo?» Recuerdo – me parece que algunos que me oyeron están aquí presentes – que le di una respuesta al modo Chesterton, diciéndole «¿Puedes tú abrir una puerta abierta?» «No» me dijo «Pues, eso es el tomismo». No quise darle más detalles. Si nosotros tomamos esa respuesta, que no es mía, sino de Chesterton, vemos que el tomismo es la filosofía del sentido común; y esa filosofía del sentido común es perfectamente distinta de lo que es teología; evidentemente, Santo Tomás es, por encima de todo, un teólogo, y un teólogo en el sentido pleno de la palabra, es decir, místico. El único teólogo auténtico, en el sentido pleno de la palabra, es el místico; los demás son filósofos de los dogmas, pero no teólogos. Él fue quien estableció perfectamente bien la diferencia existente entre la teología y la filosofía; entre el saber sobrenatural y el saber natural. Muchos creen que Santo Tomás es puramente teólogo, o que cuando se habla del tomismo se habla de religión; pero esta doctrina es absolutamente errónea, no distingue entre la virtud de la religión y la virtud intelectual, que es el habitus de la teología, porque las virtudes son habitus. Saben, quienes han estudiado metafísica – mis alumnos lo saben, o deberían saberlo – que el habitus es una perfección adquirida, no innata, que hace que el actuar sea más fácil, más pronto y más deleitable; pero, el habitus de la teología reside en la inteligencia, es un hábito científico, pertenece a la inteligencia especulativa; en cambio, el habituso virtud de religión no reside en la inteligencia, reside en la voluntad; de manera que nada tiene que ver este hábito con el otro. Como es corriente hablar más de lo necesario de cosas que se ignoran, generalmente suele confundirse la teología con la religión. Existen los hábitos de la inteligencia especulativa, de la inteligencia práctica y los hábitos de la voluntad; la religión pertenece a los hábitos voluntarios; la filosofía y la teología pertenecen a la inteligencia especulativa, ni siquiera a la inteligencia práctica.
Resulta entonces, que el pensamiento teológico tomista es también filosófico. Cuando Santo Tomás quiere demostrar la existencia de Dios – y lo logra – no recurre en absoluto, para nada, a la Revelación. Basta con abrir las páginas de la Suma Teológica y la Summa contra Gentes, para darse cuenta del cuidado, del esmero, con que Santo Tomás va actuando para demostrar la existencia de Dios.
Ahora, para ver la diferencia entre esta ciencia teológica y la ciencia filosófica, tenemos que ver la formulación a que se recurre cuando se quieren expresar conclusiones científicas. Las disciplinas científicas, incluso la teología, recurren a esa forma de demostración llamada el silogismo, que es una manera de razonamiento deductivo. Aquí tengo que entrar en ciertos detalles. Generalmente se da, como modo de conocimiento científico, el método deductivo y el método inductivo; sin embargo, yo no estoy de acuerdo con eso; aunque sea dicho por muchos autores, igualmente no estoy de acuerdo, porque estimo que no existe sino un solo método científico, que es la deducción, el silogismo, y no hay otro. La inducción es un método precientífico; por la inducción nosotros obtenemos los primeros principios a partir de los cuales debe partir toda ciencia; los primeros principios no se conocen por deducción, se conocen por inducción; tampoco son innatos, como se pretende con eso de las ideas innatas. Nuestras ideas son adquiridas, no innatas.
El método deductivo tiene, como expresión perfecta, como dije, el silogismo. Hay una diferencia fundamental entre el silogismo teológico y el silogismo científico en general, y el filosófico en especial. Ocupémonos aquí únicamente del silogismo filosófico. Todos ustedes saben que el silogismo consta de tres proposiciones: las dos primeras, llevan el nombre de premisas [en la polémica escolástica se conocían con el nombre de antecedentes], la proposición tercera, lleva el nombre de conclusión (en las discusiones escolásticas se conocía con el nombre de consecuente), y la relación entre las antecedentes, es decir, las dos premisas, y la consecuente, es decir, la conclusión, se llama consecuencia.
En el silogismo filosófico, las dos primeras proposiciones – las tres, en realidad, si consideramos la conclusión – son de razón natural; aquí la Revelación nada tiene que agregar absolutamente; naturalmente, en este silogismo hay que cumplir todas las condiciones y normas que estableció Aristóteles, el fundador de la lógica, es decir, las ocho normas del silogismo, de las cuales cuatro se refieren a los términos y otras cuatro a las proposiciones.
El silogismo teológico es de distinta naturaleza; una de las proposiciones o premisas, la premisa mayor, es revelada; la premisa menor es de razón natural y la conclusión, tanto en este silogismo como en todos, debe seguir a la parte más débil; así, si de las dos premisas una es afirmativa y la otra negativa, la conclusión será negativa; así también, si de las dos premisas una es universal y la otra es particular, la conclusión será particular. Aquí este mismo método lo podemos aplicar, mediante el método de analogía, a la condición de las premisas del silogismo teológico. Hay una premisa revelada, un dogma, y hay una premisa de razón natural; entonces la conclusión seguirá a la parte más débil, que es la razón natural. Entonces, en el silogismo teológico, a pesar de que hay una premisa revelada, que es la mayor, la conclusión será de razón natural; pero, no olvidemos que, cuando una proposición de razón natural es asumida por una proposición teológica, aquella participa en algo de la naturaleza de la proposición mayor; algo semejante es lo que ocurre con la causalidad instrumental en manos de la causalidad eficiente principal. El sonido del violín, evidentemente, tiene como causa principal al violinista y, como causa instrumental al arco del violín. De la misma manera, podemos decir aquí también que la proposición natural es, en cierta manera, como asumida por la proposición revelada; entonces, la conclusión será formalmente de razón natural porque sigue a la parte más débil; pero será virtualmente revelada, no formalmente revelada, pero sí virtualmente revelada; es decir, encerrará, dentro de sí, una virtualidad, una capacidad, una posibilidad que la puede hacer objeto de revelación y convertirse en dogma.
Voy a dar aquí un ejemplo muy sencillo de silogismo teológico, para que vean ustedes lo que puede ser la conclusión: Proposición revelada, En Cristo hay dos naturalezas, la divina y la humana. Proposición de razón natural, La voluntad sigue a la naturaleza. Conclusión, En Cristo hay dos voluntades. Con esto se refuta el monotelismo, que es una herejía surgida en el imperio bizantino en tiempos del emperador Heraclio I a mediados del siglo séptimo. Y esta proposición, En Cristo hay dos voluntades, después, con el paso del tiempo, fue también proclamada como dogma de fe. Así, vemos que en su origen fue revelable; y, naturalmente, lo revelable puede llegar a ser proclamado como revelado de hecho. Este es un ejemplo de silogismo teológico.
De manera que, cuando se establece una especie de contraposición entre la teología y la filosofía, se está operando con lo que se llama «ignorancia del elenco», lo cual es un sofisma; porque el teólogo tiene que ser filósofo. No es que se contrapongan entre sí; no estamos hablando de cierta falsa teología, sino de la teología auténtica, que es la organización científica de la Revelación, lo cual, necesariamente se efectúa con recurso a la filosofía. Es evidente – aquí también es importante la labor de Santo Tomás – que el instrumento será de mayor categoría cuanto más perfecto sea, cuanto más plenamente entificado en sí. Porque es evidente que el mismo violinista no va a tocar lo mismo con un Stradivarius versus un violín cualquiera. Es evidente también que el instrumento tiene su causalidad, pero asimismo es importante que esté en manos de uno que lo maneje y que éste también tenga categoría. Esto fue lo que hizo Santo Tomás, a saber, afinar el instrumento sin absolutamente ninguna preocupación que la de ajustarse, o no, a la Revelación. Hay, en este sentido, un ejemplo muy curioso – no sé porque no se ha reparado suficientemente en eso – Descartes no se atreve a dudar de la existencia de Dios. Santo Tomás se pregunta utrum Deus sit [acaso Dios existe] y sin pestañear responde «Parece que Dios no existe»; no es de asombrarse, pues él no estaba dudando de la fe, sino planteándose un problema. Tan independiente era cuando él raciocina con la sola fuerza de su inteligencia, que no duda, o no vacila, en plantearse como problema, no como solución previa, la existencia de Dios: Q. Utrum Deus sit; R. Videtur quod non [P. Acaso Dios existe; R. Parece que no]; luego el expone esa doctrina y después la refuta, pero primero plantea el problema. Por consiguiente, Santo Tomás hace uso de una absoluta libertad espiritual y quien crea que Santo Tomás es un teólogo que se horrorizó ante la conquista de la razón, es evidente que no lo conoce ni por el forro; al que venga con esa opinión hay que cantarle en su cara que es un ignorante supino.
Santo Tomás es un filósofo con todas las de la ley, con absoluta independencia de criterio y razón. Para él no había más que la verdad, a saber, este mundo que estaba delante de él y, también, delante de nosotros. Porque hay que tener en cuenta una circunstancia que, a mi juicio, no se ha considerado lo suficiente, cual es que, ante el mundo, ante este mundo que nos rodea, no hay más que dos posiciones fundamentales: o este mundo está ahí delante de nosotros presentándose para que lo estudiemos, lo analicemos, veamos sus dimensiones y lo reconozcamos o, la otra posición es dudar de la existencia del mundo externo para fabricarnos un mundo a la medida nuestra. Es claro que esta segunda posición es incomparablemente más fácil; porque es evidente que un mundo fabricado por mí está mucho mejor dominado por mí que un mundo salido de las manos de Dios; pues, si lo fabrico yo, la causa tiene dominio sobre el efecto; pero, lo importante es enfrentarse con un mundo que nosotros no hemos producido, que no hemos creado; esto es lo más importante de todo.
Del hecho de que el mundo, en el cual nos estamos moviendo y a cuyo ámbito pertenecemos, no ha sido creado por nosotros, se desprende algo que es muy sencillo; si el mundo fuera creado por nosotros, no sería ningún misterio, pues ¿cómo sería misterioso para mí lo que yo mismo he producido? Si el mundo encierra misterio – y vaya que los encierra – eso está indicando que el mundo es trascendente respecto a nosotros; que yo no soy capaz de agotar cognoscitivamente la posesión un conocimiento exhaustivo acerca del mundo que nos está rodeando; esta es la posición de Santo Tomás; él trata de interpretar el mundo. Además, hay otra dimensión en la posición científica del santo; él, de entrada, dice que la ciencia ha sido hecha para la felicidad del hombre. Este es el modo, el único modo lógico y conveniente de considerar la actividad científica; la ciencia está hecha para la felicidad del hombre. Meditemos unos instantes en esa proposición que parece muy banal, que parece muy superficial, pero que no tiene nada de eso pues es de una profundidad realmente insondable. Primero, la ciencia, tanto la teología como la filosofía y como las demás disciplinas científicas, es fruto de la actividad de la inteligencia humana; por consiguiente, si son fruto de la inteligencia humana, en último término es fruto del sujeto, porque las acciones y las pasiones – como ya lo habían descubierto los filósofos antiguos – son de las personas, o de las hipóstasis en caso de que carezcan de razón; por consiguiente, la actividad científica es mía; yo no soy de mi actividad científica. Por consiguiente, dejemos de lado la doctrina de que el valor académico es el valor supremo, eso es una mentira; el valor supremo del hombre es el valor que tiene como persona humana, como imagen y semejanza de Dios; esto es lo fundamental. La actividad científica está ordenada a mí en primer término, es decir, al que desarrolla la actividad. No es que esté exclusivamente ordenada a mí; de ninguna manera; pero, en primer término, está ordenada a mí. Mi ciencia, poca o mucha, es mía. Entonces ¿Para qué vendría a ser mía? ¿Acaso, para menoscabarme? ¿Para envilecerme? Evidentemente que no. Es una perfección para ennoblecerme; es decir, para hacer que yo sea más persona humana; para que sea una persona humana de una manera superior, más elevada, más noble. Entonces, siendo más noble, será para que me acerque más a mi fin; eso es, precisamente, la felicidad del hombre, ya lo definía el mismo Santo Tomás: ¿Qué es la felicidad? Y responde Quies in bono possesso, es decir, «el descanso, el reposo, en el bien poseído; esta es la felicidad; como yo tengo que ordenarme a mi fin, en cuanto me ordeno a mi fin me ordeno al bien supremo, la ciencia está hecha para eso, es decir, para contribuir a que yo pueda poseer el bien, acercarme a mi fin y unirme con él como el efecto se une a su causa y como la creatura se une a su Creador. Esta es la visión de Santo Tomás de la ciencia como ordenada, en última instancia, a la perfección del hombre – y por medio de la razón natural voy a demostrar también que mi felicidad va a estar en la posesión de este fin – aquí corroboro lo que dice la Escritura, Omnia propter semet ipsum operatus est Dominus, es decir, «el Señor lo ha operado todo para sí mismo». Yo no puedo operarlo todo para mí mismo, pero sí algo para mí mismo en primera instancia, pero, en instancia definitiva, ofrecerlo todo a Dios. Aquí también es bueno poder aducir, poner en paralelo con esta conclusión, el texto de San Pablo en que establece la jerarquía entre los seres, Omnia vestra sunt; vos autem Christi, Christi autem Dei, es decir, «Todas las cosas son vuestras; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios»; esa es la visión auténtica de la ciencia. Entonces aquí queda, en cierta manera, resuelto un problema que se ha planteado en las últimas décadas.
Se habla del problema de la filosofía cristiana. ¿Existe o no existe la filosofía cristiana? En ello está también el problema de las relaciones entre la filosofía y la teología; porque parece que, entre la filosofía, cuya forma silogística es puramente natural, y la teología, cuya fórmula silogística es mixta de sobrenaturalidad y naturalidad, parecería que no queda hueco para la filosofía cristiana; y, en realidad, así es; no queda hueco. Sin embargo, hay que precisar en qué sentido se puede hablar de filosofía cristiana. La primera cualidad de la filosofía es que sea filosófica, como la primera cualidad de la teología es que sea teológica. ¿En qué sentido entonces se puede hablar de una filosofía cristiana? ¿Es la filosofía de Santo Tomás cristiana, o no es cristiana? Se puede hablar en un sentido, por así decirlo, material – que no se tome este calificativo de material en su sentido vulgar y corriente de materia visible, sino en sentido de potencialidad – la materia es un género de potencia, en oposición a la forma que es un género de acto. La filosofía cristiana existe por parte del sujeto que filosofa y también por parte del objeto material de la filosofía, no del objeto formal.
Hay que entrar aquí en la distinción entre los distintos objetos de la ciencia. Sabemos que toda ciencia tiene un doble objeto: el objeto material y el objeto formal. El objeto material está constituido por aquellas realidades sobre las cuales recae el estudio que voy a emprender y desarrollar. El objeto formal también es doble: el objeto formal motivo y el objeto formal terminativo; o sea, el objeto formal terminativo es el aspecto bajo el cual yo voy a considerar la realidad que estoy estudiando – puede ser, por ejemplo, el antropólogo, que estudia al hombre en su esencia, como animal racional, estudia sus potencias cognoscitivas y apetitivas, consideradas, primero, en su constitución de cuerpo y alma, como materia prima, que es el cuerpo, y forma substancial, que es el alma, en su capacidad de enriquecerse con hábitos, etcétera, etcétera. Pero puede venir, por ejemplo, algún otro que estudie al hombre, el mismo hombre que estudia el antropólogo, ahora en cuanto es capaz de libertad y en cuanto es dueño de sus actos; entonces, es un aspecto distinto, pues el primer aspecto lo estudia el antropólogo, es decir, la esencia del hombre; en cambio, el hombre libre es estudiado por el moralista, el ético, el filósofo moralista; es el mismo objeto material, el ente humano, pero son dos aspectos distintos del ente humano: uno, su composición entitativa, esencial, mejor dicho, del cuerpo, o materia prima y alma espiritual o forma substancial; y el del ético en cambio es su capacidad de libertad, este compuesto de materia prima y forma substancial espiritual que es capaz de adueñarse de sus actos y de autodeterminarse. El objeto material es el mismo, pero el objeto formal es distinto. Además hay, entonces, lo que llaman objeto formal motivo, que es el grado de abstracción, la luz espiritual a la que someto yo el objeto material para descubrir allí los aspectos formales.
Resulta, entonces, que, en cuanto al problema de la filosofía cristiana, filosofía formalmente filosófica, respecto al objeto material, sí puede haber una filosofía cristiana en este sentido. Yo puedo estudiar temas que me han sido revelados y que yo no he sido capaz de conocer por la razón natural, pero no los voy a estudiar en cuanto revelados, no voy a recurrir a los datos revelados o a la luz de la Revelación, lo cual pertenece al habitus de la fe, sino que los estudiaré con mis solas fuerzas naturales. Yo puedo estudiar filosóficamente una verdad revelada, y será una filosofía cristiana; formalmente esa actividad filosófica es filosófica, pero materialmente es cristiana, porque los dogmas, las verdades que superan mi inteligencia humana, yo no las puedo conocer con las solas fuerzas de la inteligencia humana, pues sería una contradicción in obiecto que yo conozca con mis solas fuerzas intelectuales algo que supera mis solas fuerzas intelectuales.
Por otro lado, hay una filosofía cristiana por parte del sujeto, en el sentido de que el sujeto que filosofa es cristiano; aquí hay una aportación subjetiva del cristianismo; porque, evidentemente, si el que filosofa, es un cristiano no solamente en teoría, sino en práctica, puede filosofar con muchísima más libertad. ¿Por qué? Porque, precisamente, una de las condiciones que requiere el intelectual auténtico es que sus pasiones estén en paz; que la razón inferior esté sometida a la razón superior; que la razón inferior no venga a obstaculizar la razón superior. Por algo Santa Teresa de Jesús se refería a la imaginación como «la loca de la casa»; porque estorba la actividad intelectual. Esta es otra de las grandes aportaciones del cristianismo y del estado de gracia, en resumidas cuentas, para poder filosofar en paz. Evidentemente, la inteligencia será muchísimo más eficaz en tanto manejada por un sujeto que está en paz que por un sujeto subjetivamente turbulento a causa del movimiento desordenado de sus pasiones. Estas dos son las aportaciones del cristianismo a la actividad filosófica. Una, por parte del objeto, dándole noticias; es lo que hace la materia; dos, por parte del sujeto que filosofa, que es cristiano. Recuerden lo que acabo de decir en el principio de esta charla respecto a la naturaleza individual y su identidad o diversidad de la persona; para Aristóteles eran una sola y misma cosa; para un pensador cristiano, no puede ser la misma cosa; porque insisto en que la naturaleza humana más perfecta, que es la de Cristo, careció de personalidad. He aquí un caso de filosofía cristiana.
Y es Santo Tomás, precisamente, el que resuelve este problema de la filosofía cristiana, porque él fue un santo y además un místico, como lo vamos a ver en seguida; por otro lado, tuvo toda la Revelación a su servicio para filosofar sobre ella. De hecho, hay algunos tratados de la Suma Teológica que son portentosos, como el tratado sobre los ángeles en que todo es revelado, pero es un estudio filosófico sobre los ángeles; es filosofía típicamente cristiana.
Hay otro problema que también debemos atender en el caso de Santo Tomás. ¿Qué es un teólogo? Se habla mucho de teología a diestra y a siniestra – más a siniestra que a diestra, desgraciadamente – pero no se sabe, a este punto, en qué consiste la teología. Como he dicho, es un habitus – empleo la palabra habitus en latín ya que, empleando la palabra «hábito» se la podría referir a «este hábito», de modo predicamental – se trata de un hábito cualitativo, que es la primera especie de cualidad. Este ámbito de la teología constituye una especie de término medio entre el habitus de la fe y el habitus de la ciencia. Porque el habitus de la fe es esa disposición o virtud adquirida, siendo la virtud el hábito operativo de lo bueno – habitus operativus boni – que me hace aceptar las verdades reveladas, no porque me gusten, aunque me gusten, ni porque, según decía alguno por ahí, favorece a la cultura, sino porque Dios los ha revelado; he aquí el hábito de la fe; acepto aquella verdad, me guste o no me guste, y favorezca o no favorezca la cultura, porque Dios lo ha revelado; Él es la verdad absoluta que no puede equivocarse, por lo tanto no puedo sino decir Amén. El hábito de la ciencia es el hábito por el cual yo acepto una verdad en fuerza de su demostración. Pero el hábito de la teología es el habitus por el cual, de los dogmas revelados o de algún dogma revelado, conjugado con una proposición de razón natural, yo deduzco una conclusión; de esa conjugación de las dos premisas, de las cuales hemos hablado hace unos momentos, yo establezco una conclusión que no es puramente de razón natural y que, por otro lado, no es formalmente revelada, pero que sí es revelable, es decir, que es posible que algún día, llegadas las circunstancias según estime el magisterio de la Iglesia, pueda ser revelada.
Tenemos, entonces, los tres hábitos: el hábito de la fe, de las verdades reveladas; el hábito de la teología, de las verdades revelables; los hábitos científicos, de las verdades de razón natural.
¿Cuál es la forma superior del teólogo? Es evidente que la forma superior del teólogo es la del místico, tan ridiculizado por los incomprensibles y por los ignorantes. Esta es la forma más alta del teólogo. Es decir, no solamente conocer de manera especulativa la verdad revelada y conjugarlas con las verdades de razón natural, sino vivirlas, vivir los dogmas revelados y no tan sólo conocerlos especulativamente para poder conjugarlos; al vivirlos se conjugan aún mejor con las verdades de razón natural, pues el intelecto no encuentra obstáculos. De aquí viene, por ejemplo, lo del mismo Santo Tomás cuando habla de las maneras por las que se puede conocer la virtud; «Hay dos maneras» dice él «de conocer la caridad. Una, la del que es caritativo» -estamos refiriéndonos a la caridad, no a la filantropía, ni a la solidaridad; hablo de la caridad, virtud teologal, es decir, amar a Dios por ser quien es y al prójimo como a mí mismo - «la otra, la del que tiene una doctrina perfecta sobre la caridad, pero da la casualidad de que no es caritativo; y es evidente que el que vive un dogma lo puede conocer mucho mejor que el que simplemente lo conoce por documentación o por información». En todo caso, una cosa no quita la otra; de hecho, los grandes teólogos y santos, han conocido de esta manera los dogmas.
Había un gran teólogo español del S. XVI, contemporáneo de Santa Teresa de Jesús, quien se refería a sí misma diciendo que era una mujer ignorante; había que entenderla, claro está. Este teólogo decía que preferiría discutir con todos los teólogos del mundo antes que con la madre Teresa. Ella, refiriéndose a grandes teólogos de aquella época, los calificaba muy bien; por ejemplo, a Domingo Bañes, gran teólogo de la Iglesia, decisivo en la instalación de la reforma del Carmelo en España, siempre que le escribía, lo nombraba «Fray Domingo Bañes, gran siervo de Dios, mi señor». Es decir, el teólogo tiene que ser un siervo de Dios, aunque no esté canonizado, no importa; no es la canonización lo que constituye la santidad, sino la proclamación de la santidad preexistente. Esa es la forma general del teólogo: conocimiento de los dogmas, sí, pero, además del conocimiento conceptual, noticioso, especulativo, el conocimiento práctico, experimental, lo que hoy se llama «la vivencia de los dogmas». De aquí viene, precisamente, la extraordinaria claridad mental de Santo Tomás de Aquino. El hombre tenía una información fabulosa – sus biógrafos contemporáneos dicen que le bastaba la lectura de un libro por una sola vez para retenerlo en su memoria; lo cual era para él un especial ahorro de trabajo – y, al mismo tiempo, vivió esos dogmas. De esto procede precisamente la característica de su doctrina y la tranquilidad con que pone, no digo en duda, pero sí en duda metódica, por método, por procedimiento científico y por especulación, la existencia de Dios. Esto es, precisamente, lo que vamos a tratar en la próxima charla, a saber, la prueba, la demostración de la existencia de Dios por Santo Tomás de Aquino. Anticiparé algunas circunstancias, evidentemente. Voy a parecer exagerado, no tengo cuidado, no sería la primera vez, ya estoy acostumbrado. Son las únicas pruebas que lo demuestra, no hay otras fuera de éstas. Desde luego, son cinco pruebas, puesto que no pueden ser más de cinco ni menos de cinco. Es todo cuanto, por ahora, voy a decir; continuaré en la próxima clase, porque mi garganta ya no da más.
https://www.youtube.com/watch?v=VKhA_yz8b2k
Segunda Parte
Las pruebas de la existencia de Dios. De estas lecciones sobre la esencia, la existencia de Dios y sus propiedades, y vida de Santo Tomás de Aquino, nos queda por ver ahora lo que son las pruebas de la existencia de Dios; pero, antes de eso conviene decir que Santo Tomás, en este problema, como en todos los demás que aborda, siempre parte de la misma base, es decir, que el conocimiento humano comienza en los sentidos; en esto no se separa de Aristóteles ni de la primera Escolástica, sobre todo de estos últimos, quienes tenían como principio indiscutible «nihil in intellectu nisi prius in sensu» [que nada hay en la inteligencia que no haya estado primero en los sentidos]. Por consiguiente, Santo Tomás va a partir de los sentidos para demostrar la existencia de Dios.
Esta demostración de la existencia de Dios la emprende él contra dos errores contrapuestos. Uno, que dice que la existencia de Dios no se puede demostrar porque es absolutamente evidente, siendo que lo evidente no se puede demostrar; sin embargo, precisamente, demostrar una verdad, quiere decir hacerla evidente, y sólo puede hacerse evidente lo que todavía no lo es. El otro error, contrapuesto, dice que no se puede demostrar la existencia de Dios porque no hay posibilidad de llegar a ningún conocimiento de Dios por vía natural, Dios sólo es objeto de fe. En este sentido, de la imposibilidad de conocer a Dios por la razón natural, coinciden por un lado los agnósticos y por otro lado los fideístas, es decir, quienes creen que la existencia de Dios es producto únicamente de la fe; en esta posición, en esta tesitura, están tanto los fideístas, cuya doctrina fue una herejía que reinó en la Edad Media, como también los tradicionalistas del siglo pasado, españoles y franceses, de los cuales podemos dar un nombre muy ilustre en España, Juan Donoso Cortés y Caneo. Entonces, contra uno y otro error Santo Tomás va a emprender la demostración de la existencia de Dios. Antes, es bueno decir una cosa: la posibilidad de demostrar la existencia de Dios por la sola razón natural sin error, con absoluta certeza, no solamente es una verdad natural, es también un dogma de fe proclamado por el Concilio Vaticano de 1869 que define «Si alguien dijere que no se puede demostrar la existencia de Dios con la sola fuerza de la razón natural y con certeza absoluta, sea anatema»; así que el que niega la posibilidad de demostrar la existencia de Dios, no solamente comete un error filosófico sino, también, una herejía. Santo Tomás, como digo, se va a enfrentar con estos dos errores contrapuestos: uno, que la posibilidad de demostrarlo está de más porque ya es evidente y podemos ahorrarnos la demostración; dos, que no hay posibilidad alguna de conocerla de por la razón natural.
Hay una objeción grave por parte del primer extremo, es decir, de la parte que sostiene que Dios es evidente: dicen, someramente hablando, que una proposición analítica, en que el sujeto y el predicado se identifican, es indemostrable – una proposición tiene dos modos de ser analítica: o porque el predicado forma parte del sujeto o porque el sujeto forma parte de la definición del predicado – Si nosotros analizamos esta proposición «Dios es» – yo uso la palabra «ser» porque los escolásticos nunca usaron la palabra «existencia»; los escolásticos hablaban del “esse Dei” [del ser de Dios] y nunca del «existir de Dios» – así, esta proposición «Dios es» debe ser analítica porque, desde el momento en que Dios es el ser perfectísimo, es también absolutamente evidente que un ser perfectísimo tiene que ser, tiene que existir; porque un ser, por muy perfectamente que los percibamos nosotros, por muy perfecto que sea que lo percibamos nosotros, si no está dotado de existencia es siempre inferior a un ser que ya es existente. De manera que parecería – y es así, efectivamente – que en el sujeto «Dios» está incluido el predicado «es». Por consiguiente, al decir «Dios» estamos ya nosotros implicando el «ser», el «existir», esa actualidad última que es la actualidad de todas las actualidades y de todas las perfecciones. La objeción parece fuerte, pero, en realidad, no lo es. Porque hay que distinguir entre una doble evidencia: la evidencia quoad se, que llaman los escolásticos y la evidencia quoad nos; una cosa puede evidente en sí misma y no serlo para nosotros; este es el caso.
Santo Tomás contesta de una manera muy enérgica y, al mismo tiempo, muy breve; él dice que esta proposición sería analítica, o sea, sería rebelde a toda demostración y habría superado la etapa de ser objeto de demostración «en sí», pero no para nosotros; porque, para que una proposición sea, de esta manera, evidente para nosotros se requiere que conozcamos tanto al sujeto como al predicado; nosotros conocemos al predicado, puesto que estamos existiendo, aunque no lo podemos definir, pero es algo evidente, lo podemos afirmar; en cambio, al sujeto «Dios» no lo conocemos. En tanto no conozcamos la naturaleza de Dios, por lo menos de alguna manera aproximativa, no podemos decir, antes de una demostración, que Dios existe. Efectivamente, él nos dice que, cuando hablamos de la proposición «el todo es mayor que cada una de sus partes» ella es evidente porque conocemos el sujeto «todo» y sabemos que, en la esencia, en el concepto del todo, está contenida esa circunstancia de que sea mayor que cada una de sus partes; pero, si no conociéramos qué es el «todo», sería imposible que pudiésemos decir que el todo es mayor que cada una de sus partes. Santo Tomás da como prueba de esta no evidencia «para nosotros» de la proposición «Dios es, o Dios existe» el hecho de que ha habido muchos conceptos acerca de Dios: hubo, por ejemplo, escuelas en la antigüedad que llamaban Dios al conjunto de todos los seres; por consiguiente, sino están de acuerdo acerca del concepto de Dios, es evidente que esta proposición no puede ser evidente «para nosotros», aunque «en sí» lo es, pero no «para nosotros».
Hay otras importancias que son también dignas de considerar: es el hecho de que, cuando hablamos de Dios, muchas veces la demostración de la existencia de Dios se resume aludiendo a la figura del reloj y el relojero. Así como no puede haber, dicen, un reloj sin relojero, tampoco puede haber el mundo sin alguien que lo haya hecho. A primera vista este argumento parecería, ser imbatible; sin embargo, no lo es. Porque lo que nosotros buscamos, cuando queremos demostrar la existencia de Dios, no es un simple productor, sino un Creador. El hecho mismo de que se recurra a ese ejemplo, aparentemente eficaz, pero en realidad tan burdo, está demostrando que no se tiene conciencia de lo que se busca cuando se busca la existencia de Dios.
¿Qué es lo que buscamos cuando intentamos demostrar la existencia de Dios? Queremos encontrar un ser creador, no un simple productor; una perfección, un ser perfectísimo, infinitamente perfecto, el cual, como decíamos, debe incluir la existencia; por eso mismo, se quiere encontrar un Dios que debe ser creador; es decir, que debe producir las cosas de la nada; o sea, que su producción sea una creación; lo que se define en latín diciendo que es Productio rei ex nihilo sui et subiecti [producción de una cosa de la nada suya y de su sujeto] ¿Qué significa esto? Que la creación es la producción de una cosa de la nada suya, es decir, de la nada de su forma; lo que constituye una realidad, si es natural, es su forma substancial y, si es artificial, es su forma cualitativa o accidental. En todo caso, aquí no hablamos de las realidades artificiales, porque es demasiado obvio, demasiado evidente, que no salen de la nada; hablamos de las realidades naturales, las cuales deben ser producidas de la nada suya, es decir, de la nada de su forma substancial, y de su sujeto, o sea, de la materia. Sabemos que nuestra forma substancial es nuestra alma espiritual y sabemos que nuestra materia prima es el organismo corporal. Lo que sucede en nosotros respecto a nuestra alma espiritual y nuestro organismo corporal también ocurre, acaece y sucede en todos los demás sectores de la Creación, en el sentido de que debe ser producido de la nada de su forma substancial, es decir, de aquello que lo constituye en propiedad y también de la nada de su sujeto, es decir, de aquello que lo constituye individuo dentro de su misma especie, constituido a su vez por la forma substancial. Por consiguiente, se trata aquí, entonces, de buscar un Creador, un productor ex nihilo.
Santo Tomás, como decía hace un momento, va a proceder, de acuerdo con sus principios generales, partiendo de los sentidos. Por eso, todas las pruebas tomistas acerca de la existencia de Dios parten siempre de la experiencia, a partir de la cual él se eleva para demostrar la existencia de este ser infinito al cual llamamos Dios; empieza con los seres materiales, los cuales pueden ser considerados bajo dos aspectos distintos: Uno, el aspecto de su potencialidad, y el otro, de su actualidad. Sabemos que uno de los principios fundamentales de la filosofía aristotélica, asumida y perfeccionada por Santo Tomás, reconoce la existencia de un ente en potencia y un ente en acto; hay seres en potencia y seres que están en acto.
El ser en potencia no es la misma nada. La nada no es solamente la no existencia de algún ser actualmente; es algo que no existe actualmente ni puede existir. Muchos de mis alumnos que me oyen en este momento, por las preguntas que me han dirigido en clases, saben que la nada no es únicamente lo que no es; la nada, esa nada absoluta, la imposibilidad de ser, está proyectada lógicamente por una proposición cuyo sujeto y predicado se excluyen. Por ejemplo, una montaña de oro no es un absurdo, no es la nada, es una simple posibilidad, carece de actualidad, carece de existencia actual, pero no carece de existencia potencial, porque entre la nota constitutiva de «montaña» y de «oro» no hay contraposición; por eso, entonces, hay que distinguir ese «ser en potencia» a que se refería Aristóteles; en efecto, ese ser en potencia no es un término medio entre la nada y el ser; entre la nada y el ser no puede haber un término medio. Aquí voy a dar un argumento a posteriori; desde luego, si hubiera un término medio entre la nada y el ser, toda la lógica tradicional se derrumbaría, porque, precisamente, la imposibilidad de que sean simultáneamente verdaderas las proposiciones contradictorias o las proposiciones contrarias en materia necesaria radica aquí en que entre el ser y la nada no puede haber término medio. Entonces ¿Qué cosa viene a ser el «ser en potencia»? Quiere decir que hay dos planos del ser: el plano potencial y el plano actual. El plano potencial es el de la posibilidad; o sea, hay seres que son en potencia y seres que ni siquiera son en potencia. En el orden actual hay seres que son actualmente existentes y otros seres que no existen actualmente; pero en ninguno de los dos órdenes hay término medio. Por ejemplo, cada uno de nosotros hace tres siglos estaba en potencia para existir y estamos existiendo ahora; luego, estábamos en potencia actual; desde el punto de vista de la actualidad éramos nada, pero no lo éramos desde el punto de vista de nuestra causalidad eficiente. En cambio, en el orden potencial hay exactamente la misma subdivisión; lo que existe en potencia y lo que no existe en potencia; lo que no existe ni es en potencia, esto es lo que es la nada. Y lo que existe en potencia, o sea, lo que puede existir en acto, es la posibilidad.
Entonces, desde el punto de vista de las pruebas tomistas, podemos considerar al ser en cuanto está en potencia o en cuanto está en acto. El ser en potencia tiene como característica el ser móvil; puede moverse, puede alterarse, puede cambiar. Ahora, ese cambio al cual están sometidos todos los seres con los cuales nos encontramos, seres materiales y visibles, puede ser considerado desde tres puntos de vista distintos:
Primero, en cuanto son sujetos de ese movimiento, o sea, en cuanto el movimiento es inherente a un móvil. Cada uno de nosotros, por ejemplo, está sujeto a una pluralidad inagotable de movimientos, somos entes móviles y somos, por consiguiente, sujetos, sustentáculos de movimiento; somos «la causa material», en cuanto móviles, de los movimientos que experimentamos. Este es el primer aspecto bajo el cual se puede considerar la movilidad de un ente, el hecho de que un ente está sujeto a movimiento. Segundo, este mismo movimiento al cual está sujeto un ser lo podemos considerar en cuanto proviene de un moviente anterior; este moviente anterior, respecto de las mutaciones que puedo sufrir yo, se llama «la causa eficiente del movimiento». Tercero, se puede considerar este movimiento en cuanto se endereza o se encamina a un término; esto es «el fin del movimiento». Estas son las tres consideraciones que se puede hacer acerca del movimiento; a saber, respecto de su causa material, que es el móvil que lo está sustentando; respecto de su causa eficiente, que es otro ser que lo está produciendo; respecto de su causa final que es el término al que se dirige todo movimiento. Respecto de «la causa formal» no se puede considerar el movimiento, porque el movimiento mismo es una forma o una causa formal que está en trance de realizarse. Y aquí tenemos, entonces, tres de las cinco pruebas de Santo Tomás.
Cuando consideramos el movimiento como sustentado por un móvil, tenemos la primera prueba. Santo Tomás dice «vemos seres que se mueven»; «vemos», esto es lo principal. Cuando consideramos el movimiento no como inherente a un móvil, sino como proveniente de un motor, entonces tenemos la segunda prueba «vemos que en las causas hay subordinación», son causas segundas; esto da origen a la segunda demostración de la existencia de Dios, la segunda prueba, la prueba por el carácter subordinado de las causas eficientes. Vemos que hay movimientos que se ordenan a un fin. Aquí tenemos el fundamento de la quinta prueba.
Es decir, el ser, en cuanto potencial y, por consiguiente, sujeto a movimiento, da margen para estas tres consideraciones que constituyen otros tantos fundamentos para tres de las pruebas de la existencia de Dios: La prueba por el movimiento, la prueba por el carácter secundario de las causas eficientes y la prueba por la causa final o término al que se endereza el movimiento.
Pero a los entes existentes los podemos considerar no sólo en cuanto sujetos al movimiento o alteraciones o a cambios; los podemos considerar en cuanto están consolidados en su ser. Por ejemplo, nosotros estamos sujetos a mutaciones porque podemos adquirir nuevas cualidades, nuevas perfecciones; pero, respecto de la perfección que ya tenemos no podemos movernos; estamos inscritos en la especie humana; o sea, desde el punto de vista humano no podemos movernos; ya somos personas humanas, somos entes humanos; aquí no hay potencialidad que valga; la potencialidad es esta misma especie humana que ya tenemos en propiedad, pero no podemos movernos hacia alguna otra condición humana, ya la poseemos desde el momento mismo en que hemos iniciado nuestra existencia, o sea, tenemos el ser ya consolidado en su entidad, el cual también puede ser sujeto de dos consideraciones distintas. Estos entes – a cuyo número pertenecemos nosotros – materiales y visibles, son limitados desde dos puntos de vista distintos: Primero, son limitados en duración; no existen siempre, no duran siempre; incluso nosotros, que somos seres espirituales y que, por el hecho de tener un alma inmortal, no terminaremos nuestra existencia sino que existiremos por toda una eternidad, sin embargo, hemos tenido comienzo; no hemos existido siempre; por consiguiente, hay una limitación antecedente en nuestro existir; aparte de existir, somos limitados; lo cual, en los demás seres es mucho más intenso todavía, pues, por haber comenzado a existir, como nosotros, sin embargo, son limitados por su principio y van a terminar su existir. Esta limitación en duración es propia de los seres que tienen estructura de materia y forma; es propia de los seres materiales, a cuyo número, de cierta manera, pertenecemos también nosotros; y digo «en cierta manera» porque, a diferencia de los demás seres materiales y visibles, no estamos informados, moldeados ontológicamente, por una forma substancial que vaya a perecer, sino por una forma substancial que por ser espiritual nos va a hacer durar por toda una eternidad. Esta limitación en duración a que están sometidos los seres materiales y visibles, da lugar a la tercera prueba de Santo Tomás, o sea, la prueba por la contingencia; porque, de momento que nosotros somos limitados en cuanto a nuestra duración, somos también contingentes. Fíjense bien que la contingencia no es un dato primario; el dato primario es la mutabilidad; además, fíjense en otra cosa, a saber, que estas dos condiciones, nuestra mutabilidad y nuestra limitación en duración van conjugadas; ningún ser que sea verdaderamente mutable deja de ser limitado en duración. Tomando esto en sentido positivo, todo ser sometido a movimiento propiamente dicho es un ser que está limitado en su duración; es decir, no ha existido ni va a existir siempre. Segundo. La otra limitación que tenemos es la limitación en perfección. No somos ilimitados en perfección; sino que somos finitamente perfectos; somos mucho más imperfectos que perfectos. Santo Tomás se va a basar en esta limitación para elaborar una prueba que, a mi juicio, es la más hermosa de todas, siendo todas igualmente probatorias, a saber, la prueba por los grados de perfección de los seres.
Entonces, vemos que no hay sino dos maneras de considerar a los entes existentes: En cuanto están en potencia respecto a potencias adjetivas o en cuanto están limitados en cuanto a su entidad substantiva; tertium non datur. Y en cuanto estamos sujetos a mutaciones adjetivas, en cuanto estamos sujetos a la adquisición de perfecciones adjetivas, tenemos estas tres pruebas: la prueba por el movimiento como causa material; la prueba por el carácter secundario de las causas eficientes que es la segunda; y, luego, la prueba por la finalidad de todo movimiento, que es la quinta. Y en cuanto estamos sujetos a la limitación, sea en duración sea en perfecciones, nos dará pie para elaborar la tercera y la cuarta prueba. Como ustedes ven, se parte de la experiencia y nada más que de la experiencia. Desde la experiencia nos elevaremos para demostrar la existencia de Dios.
Estructuración de estas pruebas. Son pruebas que tienen cuatro etapas, cuatro momentos.
· Primero, el hecho de experiencia; esto es presentado por Santo Tomás cuando dice «vemos que hay seres que se mueven», «vemos que las causas están subordinadas», «vemos que hay seres que no duran siempre», «vemos que hay seres que son finitos en su perfección» y «vemos que los movimientos se ordenan a un fin», todas estas constataciones declaran «vemos», es decir, «experimentamos», son hechos sensoriales; nuestro conocimiento comienza siempre por los sentidos según aquello de nihil in intellectu nisi prius in sensu, principio éste que será observado aquí implacablemente; «todo conocimiento comienza por los sentidos»; por los sentidos vemos nosotros el movimiento de los seres y la limitación de los seres. Pero claro, dado que son hechos concretos, es decir, materiales en cierto sentido, o circunstancias materiales, tendremos entonces que los hechos de que se parte para probar la existencia de Dios son hechos o circunstancias materiales: el hecho del movimiento, la circunstancia de la limitación.
· Pero los hechos expuestos así, diríamos, no son fecundos. Hay que fecundarlos mediante la unión a un principio determinado, a un principio universal, a saber, el principio de la causalidad eficiente. La causalidad eficiente opera en las cinco pruebas. Por eso, siempre he protestado cuando han hablado de que la segunda prueba de Santo Tomás se apoya en la causalidad eficiente, lo cual es falso porque todas se apoyan en la causalidad eficiente. La segunda prueba se apoya en el carácter secundario, en el carácter segundo, mejor dicho – después explicaremos en que consiste este término «segundo» secundusen latín – en el carácter segundo de la causalidad eficiente; o sea que, este principio de la causalidad eficiente, o la causalidad eficiente, que sirve para demostrar la existencia de Dios como punto de partida son causas secundarias, son causas segundas. A mí me ha repugnado un tanto siempre aquello de llamar a las causas como causas primeras y segundas; porque este calificativo de primera o segunda, si se emplea ante personas que no están acostumbradas a la especulación metafísica, van a ser rebajadas a un carácter puramente topográfico, es decir, habría una causa primera, la segunda, la tercera, etc. Por eso, he preferido llamar a las causas llamadas primeras, «causas autosuficientes» o «causas intrínsecamente autosuficientes» y a las causas llamadas segundas las llamo «causas intrínsicamente autoinsuficientes»;esta es la segunda etapa de la prueba. En la primera, un hecho de experiencia o circunstancia de experiencia que verificamos incluso por los sentidos, por nuestra sensibilidad. En la segunda, la conjugación de un hecho de experiencia o circunstancia de experiencia con el principio de causalidad eficiente. Y antes de proseguir con la tercera etapa de la prueba, es necesario saber también en qué consiste este principio de «causalidad eficiente», porque muchas veces se enuncia de una manera bastante defectuosa. Suele designarse en esos manuales de filosofía escolástica que existían ad usum seminariorum (para el uso de los seminarios) cuando en los seminarios se estudiaba filosofía, que no hay efecto sin causa. Este principio de la causalidad, es decir, que todo efecto tiene causa, es absolutamente tautológico. Porque ¿qué significa «efecto»? es el participio pasado dativo/ablativo del verbo eficio, siendo el participio presente eficiens y participio pasado efectus. Al decir que todo efecto tiene causa, significa que todo ente causado tiene causa (en realidad, para este viaje no hay necesidad de alforjas, es demasiado breve). El principio de causalidad se enuncia diciendo que todo ser que se mueve se mueve por otro omne quod movetur ab alio movetur; es decir que, por el principio de contradicción, nada ni nadie se puede mover a sí mismo, contradicción de lo más burdo que existe. Si a nosotros nos parece que nos movemos a nosotros mismos, dado que somos vivientes, en realidad no es todo nuestro yo el que está moviendo a todo nuestro yo, sino que es una parte de nuestro yo que está moviendo a otra; pero nada ni nadie puede moverse a sí mismo; y además, porque en este sentido, en el nivel del principio de causalidad, el testimonio de los sentidos no vale; se parte del testimonio de los sentidos, pero uno no se queda en el testimonio de los sentidos; por eso viene eso que yo he llamado «la conjugación de este hecho sensorial con las exigencias del principio de causalidad», a saber, que todo lo que se mueve se mueve por otro.
· El tercer momento de la prueba es la imposibilidad de proceder in infinitum. Es decir, la imposibilidad de una progresión absolutamente infinita – veremos después la razón de esta imposibilidad; la explicaremos a continuación.
· El cuarto momento es el término de la prueba. Así, el término de la primera que es el primer motor inmóvil, el término de la segunda que es la causa primera que yo he llamado «causa autosuficiente increada», el término de la tercera es el ser necesario; el término del cuarto es el ser perfectísimo; y el término de la quinta es la intelección suficiente o el supremo ordenador – a mí me gusta más hablar de la intelección subsistente, porque esta conclusión, esta nominación, es mucho más intensa que el supremo ordenador, de suyo «ordenador» no implica «creador», cuando se habla de intelección subsistente [fíjense bien que yo no digo «inteligencia» subsistente, sino «intelección», en cuanto la intelección es el acto de inteligir; dicho sea entre paréntesis, a Dios no se le puede considerar como simple inteligencia infinita, porque no hay nada potencial en Él, sino como «intelección» infinita, es decir, como el acto de inteligir infinito] – bien, esto de la intelección subsistente es el término de la quinta prueba.
Ahora, ¿Por qué acabamos de decir que no puede haber una recurrencia o progresión in infinitum, sino que hay que llegar a un término? Por varias razones: Primero, cuando se conjuga el hecho de experiencia, esto es, el movimiento o movilidad de un ente que al moverse provoca otro movimiento, a saber, la orientación de un ente hacia una finalidad determinada, siempre se habla de una sucesión esencial entre móviles o entre causas. En realidad, se puede hablar de una subordinación accidental de causas o movimientos y, por otro lado, de una subordinación esencial. La subordinación accidental se puede desarrollar a lo largo del tiempo; la subordinación esencial tiene que realizarse en un momento determinado. Citaré un ejemplo muy familiar, aunque queda corto a este propósito, pero sirve como ejemplo, no como argumento ni como demostración, pero sí como ejemplo: el billarista que está moviendo el taco y comunicando el movimiento a la bola de billar, demuestra que hay ahí una subordinación esencial entre el movimiento de la mano y el movimiento del taco; el taco no se puede mover mientras no se mueva la mano; no es que la mano imprima un movimiento al taco para que luego éste se mueva por sí solo, sino que hay una subordinación esencial en el momento mismo; o sea que, cuando está actuando una causa está actuando la causa que lo está moviendo; cuando se está realizando un movimiento está también actuando el motor que está produciendo ese movimiento, es una subordinación en un momento determinado porque es una subordinación esencial. Entonces, si la subordinación entre «moventes» y «movidos» es esencial, no se puede prolongar in infinitum esta serie de «moventes» y «movidos», porque tendríamos entonces una multitud infinita «en acto»; y una subordinación infinita en acto es algo imposible; no puede existir una multitud infinita en acto; ¿Por qué razón? Porque quien dice «infinito» o «infinidad» – no «indefinición», pero sí «infinitud» si fuera lícito decirlo, porque es un barbarismo – está diciendo «perfección» y es así como la «unidad» coincide con la «perfección»; la «multiplicidad», por consiguiente, coincide con la imperfección. Decir que una multitud puede ser infinita en acto, quiere decir que algo imperfecto [negación de unidad], una multitud que es pura imperfección, puede tener una perfección infinita, o sea, que enunciar una imperfección perfectísima es algo que se contradice absolutamente, un contrasentido; es imposible que una multitud en acto sea infinita. Entonces, si no puede haber multitud infinita en acto, es evidente que en una serie de movimientos o de causas [esencialmente, fíjense bien, no accidentalmente y, por consiguiente, simultáneamente ordenados] no puede darse una serie infinita: tiene que ser finita, tiene que haber un término. Esta es la razón por la cual no se puede progresar in infinitum o remontarse infinitamente hacia atrás para evitar ese primer motor o esa causalidad primera. Por eso Santo Tomás, cuando habla de las causas intermedias, dice que hay causas primeras y causas segundas; éstas últimas pueden ser muchas o una sola; es decir, hay una diferencia específica, no solamente una diferencia topográfica o de ubicación; es una diferencia específica, pues la causa primera es la que mueve sin ser movida y la causa segunda es la que mueve siendo movida. Es evidente que, si nosotros vemos que una causa segunda no explica o no es suficiente para explicar un efecto, no sacamos nada con prolongar indefinidamente esa serie de causas segundas; porque incluso una serie infinita de insuficientes no puede dar un suficiente, porque no es diferencia topográfica, vuelvo a decirlo, sino diferencia específica y ultra genérica. Entonces, está la imposibilidad de la recurrencia in infinitum; es la tercera etapa de las pruebas tomistas. Vuelvo a decir; la primera etapa es el hecho o circunstancia sensibles, movimiento y limitación; la segunda, que es conjugar estos hechos y circunstancias sensibles con el principio de causalidad eficiente, es decir, que nada se mueve si no es movido por otro, o todo lo que se mueve se mueve por otro, o nada pasa de la potencia al acto si no es movido por un ser ya en acto o, vulgarmente, que no se puede cerrar una puerta que ya está cerrada – y, la tercera, la imposibilidad de recurrir in infinitum sin un término, o sea, de la primera prueba, es el primer motor inmóvil que es Dios, de la segunda, es la causalidad primera, que también es Dios, de la tercera, es el ser necesario que existe por sí mismo, de la cuarta, el ser perfectísimo, y finalmente, de la quinta, es la intelección subsistente; estas son las cinco pruebas.
Podemos ver que las pruebas tomistas no pueden ser más de cinco, ni pueden ser menos de cinco; forzosamente, tienen que ser cinco, porque no hay otra manera de considerar el ser sino en potencia o en acto. El ser en potencia, es decir, sujeto a formas cualitativas, no se puede considerar sino en cuanto a la causa material de estas formas cualitativas llamadas movimientos (algunas palabras inaudibles) o de la causa eficiente o de la causa final. Y luego, la limitación no puede ser más que en duración o en imperfección. Estas son las cinco pruebas tomistas.
Ahora, vamos a ver cómo se enuncia cada una de estas pruebas. Cuando Santo Tomás habla de movimiento, habla del movimiento en general. El movimiento, definido con toda precisión, es el acto de un ente en potencia en cuanto está en potencia, actum entis in potentia secundum quod huiusmodi, en cuanto está en potencia; esto es el movimiento. Pero hay otras alteraciones que exceden al movimiento, porque hay algo que cambia, a saber, el mismo móvil; son la generación y la corrupción. Por ejemplo, cuando hay una combinación química o cuando hay una disociación de una combinación precedente, es evidente que allí no hay solo un móvil que se está moviendo, no hay unidad; porque, en el movimiento propiamente dicho, se aplica un principio que, a primera vista, es paradójico, solamente se mueve aquello que permanece idéntico a sí mismo, lo cual parece un contrasentido, pero, en realidad, no lo es. El móvil, el ente que se mueve, permanece idéntico a sí mismo; por eso se habla de un ente que se mueve y se habla de un movimiento. El movimiento tiene su unidad no por sí mismo, toda vez que el movimiento no existe en sí mismo, sino en algo que se mueve. Esta unidad, esta persistencia entitativa del ente que se mueve es, precisamente, lo que confiere la unidad al movimiento. Por eso, si yo digo «todo ente que se mueve necesita permanecer idéntico a sí mismo a través del movimiento» no estoy diciendo un contrasentido, sino enunciando una verdad tremendamente profunda. O sea, para que se hable de un solo movimiento, tengo que presuponer un solo móvil, un solo ente que se mueve. No es un contrasentido, porque permanece idéntico a sí mismo substancialmente, substantivamente y permanece distinto de sí mismo adjetivamente. Por eso, hay que decir que todo ente que se mueve permanece él mismo durante el movimiento, aunque no permanezca lo mismo a través del movimiento. Es decir, el movimiento supone en cada uno de nosotros una persistencia substantiva (nuestra entidad, nuestra personalidad humana en nuestro caso, porque somos humanos, aunque con ciertas diferenciaciones adjetivas). Entonces, la definición típica es acto de un ser en potencia en cuanto está en potencia. No está en potencia lo que es, sino que está en potencia a algo, a una cualidad que va a adquirir mediante aquella alteración llamada movimiento. En cambio, como digo, la generación y la corrupción, como lo es la combinación y la generación químicas, evidentemente suponen la no persistencia de un móvil, sólo permanece la materia prima, pero allí ningún existente permanece idéntico a sí mismo; sabemos que la materia prima no puede existir por sí sola, sino informada por alguna forma que le es correlativa.
Por otro lado, hay alteraciones que son menores que el movimiento. Es lo que, en filosofía tomista o en la escolástica en general, se llama la simple mutación metafísica. Daré un ejemplo sencillo: cualquiera de nosotros aprende una verdad; ha pasado de no saber esa verdad a saberla en acto; pero, después de aprehenderla en acto es perfectamente lógico que deje de pensar en ella y también es perfectamente lógico que vuelva a pensar en ella. Es evidente que el volver a pensar en una verdad que ya se conocía supone una mutación menor que aprender una verdad que antes no se conocía; en un caso, se pasa desde el conocimiento habitual al conocimiento actual; en el otro caso se pasa desde el no conocimiento al conocimiento actual. Es lo que se llama recordar lo que ya se sabe, lo cual supone una cierta alteración en nosotros, pero, para cualquiera de nosotros, no es lo mismo pensar actualmente en una verdad que no estar pensando actualmente en esa verdad, aunque se la sepa. Estas son las tres formas de alteraciones: elmovimiento propiamente dicho en que se adquiere una perfección cualitativa; la generación y corrupción, en que se adquiere una entidad substantiva distinta; y luego, la simple mutación metafísica en que no se adquiere ninguna perfección, ni siquiera cualitativa, sino que se pasa desde la consideración o conocimiento habituales de esa perfección al conocimiento actual, es la alteración mínima de todas. Para cualquier tipo de alteraciones o mutaciones vale el argumento de Santo Tomás.
La prueba por el movimiento de los seres. Primer paso: «vemos que hay seres que se mueven». Segundo paso: «nada de lo que se mueve se mueve a sí mismo»; algunos de los escolásticos han negado este principio y han dicho que es falso, aunque es difícil demostrar esta falsedad; entonces todo lo que se mueve se mueve por otro; pero ¿Por qué es imposible que un ente se mueva a sí mismo? Decimos que «un ente se mueve a sí mismo y no que una parte del ente mueva a otra parte», como cuando al trasladarme muevo a mis pies, los cuales no soy yo que soy algo más que mis pies; se trata, pues, de que un ente se mueve a sí mismo – entonces ¿Por qué es imposible? Pues porque si todo movimiento termina en una perfección la cual, como ya sabemos, es cualitativa o adjetiva, no substantiva, es evidente que si yo me moviera a mí mismo tendría que tener, en cuanto me muevo a mí mismo, aquella perfección, puesto que voy a obtener aquella perfección en virtud del movimiento y ese movimiento me lo voy a dar yo a mí mismo en hipótesis, porque es evidente que nadie da lo que no tiene; luego, si yo me doy el movimiento a mí mismo, si yo me muevo a mí mismo, tengo que tener la perfección en la cual va a parar ese movimiento; por otra parte, dado que me muevo a esa perfección, tengo que no poseerla, porque nadie se mueve hacia lo que ya tiene; entonces, en cuanto me muevo a mí mismo tengo que estar dotado de la perfección hacia la cual me muevo y, por moverme, tengo que no estar dotado de aquella perfección hacia la cual me muevo, es decir, tengo que estar dotado y no estar dotado a la vez, lo cual es imposible; nadie se mueve a sí mismo; es imposible que alguien se mueva a sí mismo; resultará que si yo no me muevo a mí mismo o si alguna realidad cualquiera no se mueve a sí misma, tendrá que encontrar la raíz de ese movimiento en otro movente respecto del cual podemos hacer exactamente la misma reflexión; aquel movente que mueve a otro, al pasar de poder mover a otro a mover en acto, no ha podido, a su vez, moverse a sí mismo, sino que ha debido tener en otro su razón de moverse; así entonces tenemos que llegar a un primer término, porque, de lo contrario, incurriremos en la contradicción de una multitud infinita en acto simultáneamente; porque, vuelvo a decir, se trata de subordinación esencial de móviles y motores, por consiguiente, que se verifica en un instante,; si esta serie es infinita, tenemos una multitud infinita en acto, lo cual es un contrasentido; luego, no puede ser infinita; tendremos que llegar a un término, el cual no será el primero de una serie, sino algo trascendente a la serie; porque, si la serie es limitada por motores y movidos insuficientes, tendremos que llegar, para explicar el último movimiento, el del efecto, a un movente autosuficiente que trascienda de la serie, que la sobrepase; a ese primer motor inmóvil es, precisamente, al que llamamos Dios. Esta es la estructura de la primera prueba tomista.
Ahora, ¿qué consecuencias se sacan de esta prueba? Si este motor es inmóvil, dado que todo ente es móvil en cuanto esté en potencia, es evidente que ese motor inmóvil no puede estar en potencia; tiene que ser acto puro. ¿Qué significa ser acto puro? Significa ser puramente acto, sin mezcla alguna de potencialidad; por consiguiente, tiene que ser infinito. El acto, o bien está limitado por una potencia en la cual es recibido, o bien porque se ordena como potencia a un acto ulterior, es decir, más allá de su actualidad, no un más allá topográfico – vuelvo a decir – sino un más allá ontológico. Entonces, dado que es un acto infinito, no puede estar recibido en una potencia ni puede estar ordenado a otro acto ulterior, es decir, más actual que el acto mismo; por consiguiente, es acto puro, y tiene que ser infinito, porque no se dan en él los dos motivos, los dos factores de limitación de la actualidad, siendo un acto «no recibido» en una potencia y porque es un acto que no se ordena a una actualidad ulterior. Me complace sacar esta relación entre un acto puro y la inmovilidad absoluta del primer motor inmóvil. Es muy importante, incluso para nuestra vida práctica; siempre he dicho que hoy día estamos en la época de los energúmenos, que creen que ser muy activos es moverse mucho; pero resulta que tenemos un acto puro que es, al mismo tiempo, actividad e inmovilidad infinitas. O sea, podemos decir que la movilidad y la actualidad están en razón inversa; el acto puro no se mueve porque, como tiene todas las perfecciones y todas las actualidades ya no tiene posibilidad de movimiento; no es que de hecho no se mueva, sino que no tiene posibilidad de movimiento porque no hay potencialidad en él. Por consiguiente, es absolutamente activo, actual. No nos olvidemos que la actualidad y la actividad corresponden a dos modalidades del acto; diremos que la actividad es adjetiva y que la actualidad es sustantiva. Toda acción es acto, pero no todo acto es acción; el acto adjetivo se llama acción y el acto sustantivo se llama existencia. Entonces, Dios es infinito de todas maneras; el primer motor inmóvil es actualidad pura de actividad pura – y aquí llegamos a su segunda cualidad – en su simplicidad infinita. Porque, así como hay ausencia absoluta de potencialidad en Dios y, por consiguiente, hay imposibilidad infinita de moverse y es infinitamente refractario a todo tipo de alteración, así también es infinitamente refractario a todo tipo de composición o de estructura. ¿Por qué? Porque todo ente compuesto está en potencia para la desarticulación; todo ente creado y compuesto puede desarticularse; está en potencia para la desarticulación. En un ser estructurado las partes estructurantes, los principios estructurantes tienen sus límites; si hay estructura, hay partes; si hay partes, hay límites en potencia. Por consiguiente, un ser que es absolutamente actual, que es infinito en actualidad, no puede tener absolutamente ninguna dosis de estructuración porque estructuración significa lo mismo que potencialidad; y toda potencialidad, como lo dice la misma palabra, excluye implacablemente todo carácter infinito de la actualidad. Un ser estructurado, por definición es un ente finito como ente, no puede ser infinito; de donde se deduce la simplicidad de Dios. Estas son las propiedades que se deducen de esta condición de actualidad pura de Dios y de ser el primer motor inmóvil.
Preguntas y Respuestas
Las preguntas son inaudibles. Intentaré registrar las respuestas.
P…. (ininteligible)
R. Santo Tomás también trata del modo de aplicar los conceptos a Dios. Se dice que hay una triple vía. La vía de afirmación, la vía de remoción y la vía de eminencia. Este es otro problema que no forma parte de la asignatura actual, sino que debe ser tratado por otros profesores. En todo caso, cuando Santo Tomás dice que de Dios sabemos más lo que no es que lo que es, no quiere decir que aquello que sabemos de Dios no sea de Dios. Dios es el primer motor inmóvil, pero no es solamente el primer motor inmóvil – no debemos confundir el sentido afirmativo con el sentido exclusivo, los cuales, en lenguaje vulgar, se pueden confundir, pero no así en el lenguaje filosófico, en el cual no pueden ser identificados – así, al decir que Dios es el primer motor inmóvil, no digo que sea Dios solamente primer motor inmóvil; Dios es muchas cosas más, que ya sabemos por Revelación: es uno y trino, lo cual no lo podemos saber por la razón natural. En todo caso, cuando hablamos de infinidad, de inmovilidad y de todas estas cosas, estamos hablando en términos negativos. En efecto ¿qué es lo inmóvil? Lo que no es móvil, ¿qué es lo infinito? Lo que no es finito, ¿qué es lo inmortal? Lo que no es mortal; y aquí se observa lo que dice Santo Tomás, a saber, que sabemos de Dios más lo que no es que lo que es. Desde el momento mismo en que nuestro conocimiento comienza por los sentidos es evidente que de lo único que tenemos nosotros conocimiento positivo es de lo sensorial, de lo visible, de lo tangible, de lo material; de lo demás no tenemos un conocimiento positivo, sino puramente analógico. El mismo Santo Tomás nos dice, en cuanto al conocimiento analógico – se llaman conceptos análogos aquellos conceptos que en parte coinciden y en parte difieren – que la parte en que coinciden sea tan importante como la parte en que difieren; puede ser que las partes en que coinciden sean infinitamente menos importantes, que es lo que ocurre aquí.
Al decir que Dios es inmóvil no decimos que sea únicamente inmóvil; Dios es muchas otras cosas más. De manera que, con esto, no estamos nosotros aplicando los conceptos tales como los concebimos de Dios. Lo dice, precisamente, la misma Suma Teológica más adelante en la prueba sobre la triple vía, el triple momento, la triple etapa o depuración a lo que hay que someter todo concepto para poder aplicarlo a Dios en la medida en que es aplicable. Porque, de momento que nuestro conocimiento arranca de los sentidos, es evidente que, si Dios está por encima de toda sensación y de toda materialidad, no se le puede aplicar en sentido propio, sino en sentido superlativamente impropio. Sin embargo, hay algo; no es que ignoremos todo de Dios, pues caeríamos en le agnosticismo. Si no podemos conocer nada de Dios, tampoco podríamos saber que exista. En todo caso este es otro problema, el problema del modo en que podemos conocer a Dios.
Al decir que Dios es el primer motor inmóvil, no estamos diciendo que sea propiamente el primer motor inmóvil, sino que tiene todo lo que se supone de perfección en un primer motor inmóvil; y aquí, aunque voy a adelantar algo, hay que notar también lo que dice Santo Tomás acerca de las perfecciones. Hay imperfecciones que se llaman simples y perfecciones que se llaman mixtas. Las perfecciones simples son aquellas que no incluyen en su concepto ninguna imperfección (p.ej., el existir, el conocer, el ser), pero otras perfecciones, en su concepto, incluyen imperfección (p.ej., el aprender, el discurrir – es mejor discurrir que no discurrir, sin embargo, discurrir supone que yo tengo que llegar al conocimiento de una verdad que aún ignoro, el aprender implica la ignorancia antecedente [no puedo aprender lo que ya se]; entonces, estas perfecciones mixtas deben ser distinguidas muy cuidadosamente de las perfecciones simples; por eso dice Santo Tomás también que las perfecciones mixtas se aplican a Dios virtualmente y eminentemente; en cambio, las perfecciones simples se aplican a Dios formalmente y eminentemente. Dios es propiamente inteligente, tan propiamente inteligente que es la inteligencia infinita, por eso es eminente y formalmente inteligente; en cambio Dios no es formalmente sensorial, sin embargo, Dios tiene que poseer las perfecciones que se supone que hay en el acto de sentir, digo, lo de perfección que hay en el acto de sentir, porque de otra manera no se podría admitir que Dios sin tener en absoluto lo que… (discurso ininteligible) ...entonces daría lo que no tiene. Por eso él habla de la vía de afirmación: la perfección que está en nosotros tiene que estar en Dios; de la vía de remoción: la perfección que está en nosotros limitadamente está en Dios ilimitadamente; de la vía de eminencia: la perfección que está en nosotros, aunque sea finitamente en grado de facultad o adjetivo está en Dios en grado de sustancialidad o sustantivo. Por la primera vía, si nosotros somos inteligentes, Dios es inteligente; por la vía de remoción, Dios es infinitamente inteligente; por la vía de eminencia, Dios es inteligencia, ya no inteligente, sino inteligencia. Aquí está el complemento de todo lo que estamos diciendo ahora. Luego, no es que no sepamos nada de Dios, aunque sepamos más de lo que no es que de lo que es, pero sabemos lo que es de alguna manera, lo cual le basta a la criatura para llegar a la existencia de este ser que, por el momento, no conocemos cara a cara.
P…(ininteligible)
R. A este respecto hay que contestar dos cosas: Primero, aquí estamos hablando de razón natural… (discurso ininteligible) …lo sabemos por revelación, nada más; aquí estamos hablando de filosofía y no de teología; en segundo lugar, eso lo sabemos por la Biblia, y la Biblia no es un libro científico, sino un conjunto de libros destinados al pueblo cristiano; su autor, el Espíritu Santo, sabía que en el pueblo cristiano no iban a abundar los metafísicos; está dirigida a todos los cristianos y a todos los hombres, entre los cuales los metafísicos constituyen una ínfima minoría, una infinitesimal minoría. Además, usa un lenguaje figurado; para eso habría que pensar en estudiar introducción bíblica para comprender por qué la Biblia utiliza estos términos. También dice, por ejemplo, que Dios se arrepiente, lo que supone culpabilidad en Dios…pero, en fin, esto hay que entenderlo, como dicen en latín, grano salis (con un granito de sal).
P… (ininteligible)
R. ¿Pero Ud. duda de los axiomas? Precisamente, un axioma es un principio evidente por sí mismo. Al que dude de los axiomas, perdóneme, hay que ponerlo a la sombra. Si voy a dudar de que el todo es mayor que alguna de sus partes… (discurso ininteligible) …Perdóneme que lo interrumpa, pero Ud., menciona lo que confundió Ortega, lamentablemente, como tantas cosas lamentables que hizo Ortega. Confundió un postulado con una evidencia. Si demostrar es hacer evidente lo que no lo es ¿cómo va Ud. a hacer evidente lo que ya lo es? Entonces Ud. ni puede pensar ni puede ser; porque, desde el momento en que Ud. duda del principio de contradicción, quiere decir que Ud. está dudando y no está dudando a la vez. Yo dudo del principio de contradicción, pero como la duda puede ser completamente compatible con la ausencia de duda, entonces yo dudo y no dudo a la vez.
P… (ininteligible)
R. Es igual. Todos los principios primeros se fundan sobre el principio de contradicción. ¿Por qué ningún móvil se puede mover a sí mismo? Por lo que acabamos de decir en su momento. Porque, si yo me muevo a mí mismo, debería tener la perfección resultante del movimiento y, por moverme, tendría que no tener esa perfección resultante; tener y no tener, nuevamente, el principio de contradicción. Todos los principios se remiten al principio de contradicción. Si yo dudo de este principio, entonces “a acostarse tocan”, no hay opción, no habría ya nada más que hacer.
https://www.youtube.com/watch?v=eK8q5Mv9GHg&t=19s
Tercera Parte
Nos queda, todavía, exponer las restantes pruebas de Santo Tomás, aunque será imposible ponerlas cada una por separado y en detalle; desde luego, porque el proceso de todas ellas es siempre el mismo: se parte de un hecho de experiencia, se conjuga el hecho de experiencia con el principio de causalidad eficiente y, luego, se demuestra que no se puede recurrir a una progresión infinita porque eso repugna a la razón; de manera que, en todas ellas nos encontramos con un término que es trascendente a la serie , al cual llamamos Dios.
La prueba por el carácter secundario o, más bien, segundo y, por consiguiente, subordinado, de las causas eficientes. Es del todo semejante a la primera. Para esto tenemos que detallar un tanto lo que es una causalidad eficiente; porque, como sabemos, hay distintos tipos de causalidad.
Se llama causa todo aquello que influye en el ser de algo o de alguien. Al respecto, hay distintos tipos de influjos. Hay influjos intrínsecos e influjos que proceden desde afuera. Los influjos intrínsecos son – aunque parezca extraño llamarlos influjos – los principios constitutivos de toda entidad. Por ejemplo, las causas intrínsecas nuestras, como personas humanas que somos, son nuestra alma y nuestro cuerpo; el alma como forma substancial, como principio intrínseco último de todas las perfecciones, y el cuerpo, materia prima, que es un principio, a la vez, multiplicador y limitador de las formas substanciales. Yo he sostenido siempre que estas dos así llamadas «causas intrínsecas», la materia y la forma [materia prima y forma substancial, en el caso de los entes de la naturaleza o creaturas de Dios, y materia segunda y forma accidental o cualitativa, en el caso de las creaturas del hombre, tales como obras de arte obras empíricas y las creaciones humanas en general], estos dos principios, digo, materia y forma, son causas intrínsecas en el orden de la esencia; yo, como persona humana, como un ente de naturaleza humana, en cuanto poseo naturaleza humana, reconozco, como causas intrínsecas mías a mi alma y a mi cuerpo, a mi alma como forma substancial y a mi cuerpo como materia primera; porque mi cuerpo tiene existencia única y exclusivamente por mi alma. Además de ser persona humana, somos «entes», es decir, algo que existe; en el orden de la existencia, las causas intrínsecas de todo ente existente son, en el orden potencial, la esencia o naturaleza, y en el orden actual, la existencia; esto es lo más importante que tiene cada ser, es decir, la existencia, puesto que yo soy porque existo; soy humano porque tengo una naturaleza determinada, que en este caso es la naturaleza humana; pero si yo no existiera, no tendría naturaleza; si alguien me dijera que sería una naturaleza posible, yo le contestaría que también una naturaleza posible es posible por virtud de una existencia igualmente posible. Porque lo único que distingue a una esencia de un contrasentido o absurdo es, sencillamente, porque está ordenada al existir. Esencia es aquello que es o puede ser; es decir, aquello que es en acto o es en potencia; lo que no puede ser en acto no es esencia, y lo que no puede ser en potencia, mucho menos lo es, es un contrasentido. Precisamente, la piedra de toque para que una realidad posible sea verdaderamente esencia posible y no sea un contrasentido es, sencillamente, que dice relación con la existencia. Luego, aquí está la razón de la esencialidad de un ser, de la naturaleza de un ser, a saber, en la posibilidad de existir o en la actualidad de existir. Bien, estas son las causas intrínsecas, materia y forma en el orden de la esencia, esencia y existir en el orden de la entidad.
Hay otro tipo de causas, las cuales no son intrínsecas, sino extrínsecas. Son, precisamente las causas extrínsecas las que realizan verdaderamente la noción de causa. Porque se entiende que la noción de causa es superior y trascendente al efecto; jamás pueden ser del mismo orden que el del efecto, porque si la causa, de alguna manera, pudiera ser del mismo orden del efecto, entonces tanto valdría que del efecto diera razón la causa o el propio efecto; como no puede ser que un efecto dé razón de sí mismo, tampoco puede ser que la causa eficiente sea del mismo orden que el efecto, sino que debe pertenecer a un orden que le es trascendente de alguna manera determinada. Cuando se habla de causa eficiente, nos estamos refiriendo a la causa que es, por así decirlo, prototípica. En el lenguaje común y corriente, cuando se habla de causa se hace referencia implícita o explícita siempre a la causalidad eficiente. Hay que tener contacto con las disciplinas filosóficas para darnos cuenta de que hay otro tipo de causas que son distintas de la eficiente. Y tanto es así, que al producto de una causa se le llama efecto y, sin embargo, si nos atuviéramos a las exigencias estrictísimas del lenguaje, el único fruto causal que mereciera llamarse efecto es el fruto de la causalidad eficiente; porque el término «efecto» viene del latín efectus, participio pasado del verbo efficio(produzco), correlativo del participio presente efficiens (productor). De manera que, cuando se habla de la causalidad final o de la causalidad ejemplar o de alguna causalidad intrínseca – a las cuales acabamos de referirnos: materia y forma en el orden esencial, esencia y existir en el orden entitativo – estamos haciendo extensivo a este tipo de factores el factor llamado causa eficiente. No quiere decir que la causa eficiente sea la causa más causa de todas, no; la primera de todas las causas es la causalidad final, porque es la que pone en juego todas las causas restantes; pero, de todas maneras, a nuestros ojos y miradas humanos, la causalidad prototípica, la que puede mencionarse sin el epíteto ni el adjetivo correspondientes es siempre la causalidad eficiente.
Estas causalidades eficientes de este mundo, que son causas extrínsecas o, mejor, que pertenecen al orden de las causalidades extrínsecas, junto a las causalidades final y ejemplar, vemos que son también segundas. O sea, que son causas que, para causar, necesitan, a su vez, ser movidas. Y volvemos otra vez a caer en la primera prueba, el mismo movimiento considerado de distinta manera; porque toda causa, al causar, no se mueve, no puede mudarse; y si vemos que en el orden de los seres existentes las causalidades eficiente se mueven, es porque estas causalidades eficientes son puramente causas, son causas causadas, son causas que además de producir efecto son, a su vez, producto de una causa anterior; porque el efecto mismo causativo de una causa segunda es un efecto de una causa prioritaria. Así, entonces, tendríamos que estas causas eficientes o subordinadas – como dijimos antes, siempre hablamos de subordinación esencial, no accidental; de subordinación esencial de movimientos y de causas; por consiguiente, de subordinación simultánea – de manera que cuando una causa se mueve para causar, es decir, cuando pasa de la simple posibilidad de causar a causar efectivamente y actualmente, entonces quiere decir que esta causalidad no es puramente causa; es, por cierto, una causalidad efectiva, produce un efecto, pero que por el hecho de moverse es, a su vez, también efecto de otra causalidad anterior. Aquí podemos razonar en la tercera etapa de la vía: Estas causalidades que se mueven no pueden constituir una serie infinita; porque la serie, las pluralidades infinitas – volvemos a decirlo – repugnan, implican contradicción, son un contrasentido. Por consiguiente, debemos explicar que toda esta serie de causas eficientes esencialmente subordinadas, aún en el caso hipotético de que constituyeran una serie infinita, en todo caso, necesitarían, para explicar su existencia, una causalidad que sea trascendente a toda la serie. Es decir, una causalidad que fuera puramente causa, no una causalidad que necesite moverse para causar, sino que sea puramente causa y que esté inmutablemente causando, por así decirlo; que sea inmutablemente causativa, que no necesite «entrar», digamos, en situación de causar, sino que siempre, por su virtualidad misma, por su entidad misma, por lo que es, está siempre causando. A esta causa eficiente primera la llamamos Dios. Pueden ver ustedes que el proceso, en uno y otro caso, es el mismo; porque, en realidad, ambas argumentaciones se fundamentan en el mismo fenómeno; la que veíamos ayer, en el fenómeno del movimiento en cuanto es inherente a un móvil y, ahora, el movimiento en cuanto es producido por un movimiento anterior. El producir un efecto se llama «causar» y el causar, en los seres contingentes que están a nuestro alcance, siempre va unido al moverse; un agente de los que tenemos a nuestro alcance, de nuestras miradas intelectuales, nunca puede causar sin moverse, nunca está siempre causando dado que su ejercicio causativo es intermitente, siempre pasa del poder causar al hecho de causar, lo cual significa movimiento, porque el movimiento, definido un poco inexactamente, pero substancialmente verdadero, significa pasar de la potencia al acto. Así que, por el camino de esta segunda vía, llegamos siempre a lo mismo, a saber, a un primer término, a una causalidad eficiente que se llama Dios.
Esta causalidad eficiente, lo mismo que el primer motor inmóvil, es también una especie de manantial del cual podemos seguir extrayendo todas las perfecciones de Dios, las que veremos en lo que nos resta de esta clase.
La prueba por la finalidad. Lo mismo podemos decir de la quinta prueba. No por la finalidad que existe en el universo, sino, porque en el hecho de experiencia, del cual parte siempre Santo Tomás, de lo que se ve, se palpa o se toca, siempre se pasa de algo que está ordenado a un fin.
La prueba por la perfección de los seres. Ahora, quiero que toquemos, de las dos pruebas restantes que son las que se fundan no en el ser en cuanto en potencia, o sea en la movilidad del ser, sino en el ser en acto, en cuanto ya está consolidado en su entidad, lo que en latín es llamado in facto esse, es decir, que tiene ya el ser hecho y que no transa en hacerse o en realizarse, la cuarta prueba. Tengo particular interés en disertar sobre la cuarta prueba, porque, desde luego, es una prueba que por un lado es perfectamente tomista y, por otro lado, clarísimamente platónica. No nos olvidemos que Santo Tomás opera una síntesis de estos dos pensadores supremos de la Antigüedad, que son Platón y Aristóteles. Dicho grosso modo, aún con temor de incurrir en alguna inexactitud, estos dos pensadores, edificaron su sistema filosófico sobre dos circunstancias muy especiales; Platón, sobre la participación y Aristóteles, sobre la causalidad. Aristóteles mira con poca simpatía la participación, por no decir que la rechaza; Platón, no trató mucho de la causalidad; sin embargo, el pensamiento tomista no es que contraponga Platón a Aristóteles – Santo Tomás no habría pasado de ser un pobre ecléctico, un yuxtaponedor, por así decirlo – sino que sintetiza. Él hace una síntesis perfecta de la causalidad y de la participación. Porque el fundamento, la razón de ser, la justificación de la participación es la causalidad; y el coronamiento y el remate de la causalidad es la participación; porque, cuando una causalidad eficiente produce un efecto ese efecto participa de esa causalidad; el fundamento de esa participación es la causalidad eficiente, es la eficiencia; tampoco puede darse eficiencia sin una participación, porque es absolutamente contradictorio concebir un agente, una causalidad eficiente que al producir un efecto no deje, en alguna manera, huella de sí misma en el efecto producido; de manera que, estas dos circunstancias son absolutamente inseparables. Es un contrasentido suponer una causalidad eficiente que no esté coronada por la participación del efecto respecto a esa causalidad que lo ha producido. Es absolutamente un contrasentido pretender que la participación no se funda en nada; tiene que fundarse en algo y ese algo, que es lo único en lo cual puede fundamentarse, es la causalidad eficiente. Esta fue la gran hazaña de Santo Tomás: sintetizar, no yuxtaponer ni compilar, sino sintetizar, a saber, reducir a unidad estas dos visiones que, de alguna manera, eran parciales; sintetizarlas en una visión totalizadora, perfecta, como dos trabajos inseparables. Por eso, tengo yo un especial interés en hablar de esta cuarta prueba la cual, siendo perfectamente tomista es de clara estirpe platónica.
¿En qué consiste la cuarta prueba? Su enunciación es muy fácil y sencilla – la enunciación de las tesis tomistas, especialmente en la Suma Teológica, es de lo más escueto que cabe – siendo esta particularmente escueta. Dice Santo Tomás: “vemos que hay seres más o menos perfectos (primera etapa de la prueba); es así como los seres más o menos perfectos suponen un ser perfectísimo, luego el ser perfectísimo existe y lo llamamos Dios (segunda etapa de la prueba). Ahora bien, ¿A qué se refiere Santo Tomás cuando habla de «seres más o menos perfectos»? ¿De qué perfecciones se trata? Antes ya dijimos algo acerca de los dos tipos fundamentales de perfecciones, a saber, las perfecciones que son puras y las perfecciones que son mixtas, siendo las primeras aquellas perfecciones que no incluyen en su concepto ninguna parte de imperfección y, las segundas, aquella que incluyen alguna parte de imperfección. Ahora, hay también otra división a la que recurre Santo Tomás cuando toma como punto de partida las perfecciones de los seres. Dice que hay seres más o menos perfectos y agrega que hay seres más o menos verdaderos, buenos y nobles. No es una casualidad que Santo Tomás haya aducido estos tres tipos de perfecciones: la verdad, el bien y la nobleza, porque, desde luego, no cualquiera perfección puede servir de fundamento a esta cuarta prueba tomista. Porque, primeramente, además de esta perfección que acabamos de mencionar, a saber, de perfecciones mixtas y perfecciones simples, hay otra clasificación de perfecciones que también conviene destacar para ver el alcance del punto de partida de esta cuarta prueba de Santo Tomás.
Hay perfecciones que no admiten más o menos; son las perfecciones específicas, las que, de alguna u otra manera, podríamos llamar «esenciales». Por ejemplo, la naturaleza de un ser, la esencia de un ser. Por ejemplo, por lo que atañe a nosotros, es evidente que o tenemos la naturaleza humana o no la tenemos, no hay término medio. Puede haber término medio cuando se usa el término «naturaleza humana» en sentido acomodaticio; como cuando decimos de algún individuo que es más o menos hombre, etc.; pero sabemos que este no es el significado exacto de la palabra, sino traslaticio; pero en sí o se tiene o no se tiene la naturaleza humana, no hay término medio. Estas perfecciones, por consiguiente, no caen en el punto de partida de Santo Tomás; él dice que “vemos seres más o menos perfectos”, es decir, más o menos verdaderos, más o menos nobles; luego, aquí no pueden caber las perfecciones esenciales, lo que constituye la esencia de cada ser; Santo Tomás no alude a ellas.
Por otro lado, tampoco están otro tipo de perfecciones que admiten más o menos, es decir, admiten intensificación y remisión. Son las perfecciones cualitativas. Por ejemplo, en el ámbito de la naturaleza humana, hay seres más o menos inteligentes, más o menos voluntariosos, más o menos imaginativos, con mayores o menores dotes de gobierno, con mayor o menor facilidad para la especulación científica, doctrinal o filosófica, con mayores o menores facultades artísticas; estas perfecciones cualitativas o de hábitos (científico, artísticos, et.,) son perfecciones que admiten más y menos, pero tampoco son consideradas por Santo Tomás, porque son perfecciones puramente cualitativas. El punto en que se coloca Santo Tomás, como lo vimos en la primera de estas clases, no es un punto de vista esencial, es un punto de vista existencial. Para el efecto de estas pruebas, a Santo Tomás no le importa la esencia o la especie a que pertenezcan los seres que se mueven o los seres que causan o los que son causados; lo que le importa es que son, que existen; esto es lo fundamental. Él es perfectamente consecuente con su doctrina cuando dice que “lo que tiene de más íntimo cada ser es su existir”, es algo que repite con majadería a lo largo de sus obras ¿Por qué? Porque primero somos y después somos de una manera determinada. Y somos, así a secas, porque existimos; el existir es lo que nos da el ser. La esencia es lo que nos hace ser de una manera determinada; ser de una manera determinada supone el ser a secas, sin calificativos.
Entonces, ni las perfecciones esenciales ni las perfecciones cualitativas le interesan a Santo Tomás, sino que le interesan estas perfecciones: la verdad, el bien, la nobleza. Por el contexto, se entiende que cuando habla de nobleza se refiere a la belleza que para él es claramente trascendental, aunque muchos tomistas lo han negado, pero no se puede negar, porque él lo dice categóricamente bonum et pulchrum sola ratio differunt (el bien y la belleza difieren por la sola razón), es decir, no hay distinción real entre ambos, sino puramente de razón; esto quiere decir que, siendo una distinción que las separa puramente de razón, en realidad se identifican, son idénticos. Y si el bien es un trascendental, la belleza, que se identifica con el bien, también tendrá que ser un trascendental. Por eso, también podemos decir que, en el número de estas perfecciones, también está incluida la unidad y todas las realidades o conceptos trascendentales. Éstas son las perfecciones que le sirven a Santo Tomás como fundamento, como hechos de experiencia de su cuarta prueba: “Vemos seres más o menos perfectos”, es decir, más o menos verdaderos, buenos y nobles.
Ahora, antes de seguir adelante debemos explicar algo: ¿Cómo es esto de que hay seres más o menos verdaderos? ¿A qué verdad se refiere aquí Santo Tomás? Quiero destacar esto porque siempre se dicen bastantes tonterías acerca de estas palabras de Santo Tomás. Aquí él habla de la verdad ontológica de los seres; ustedes saben perfectamente que la verdad se enuncia diciendo que es aedequatio intellectus et rei(la adecuación de la inteligencia y de la cosa, o de la realidad); pero esta adecuación, por lo mismo que es la adecuación entre dos términos, se puede tomar en dos sentidos: o es la cosa la que se adecúa a la inteligencia aedequatio rei ad intellectum, o bien, la adecuación de la inteligencia a la cosa aedequatio intellectus ad rem. La primera es la verdad ontológica, común a todos los seres, porque todos los seres son verdaderos en tanto se adecúan a la inteligencia divina que los mantiene en el ser, porque la creación de la creatura, por parte de Dios, no fue un acto circunstancial, efímero, sino un acto constante; no podemos decir que Dios nos ha creado; debemos decir que en este mismo momento Dios nos está creando, nos está manteniendo en el ser. Es a esta verdad a que se refiere Santo Tomás; a la verdad ontológica, por la cual cada uno de los entes existentes se adecúa a la inteligencia divina que los está manteniendo en el ser aedequatio entis aut rei contingentis ad intellectum divinum; es a esta verdad a que se refiere Santo Tomás; no podía ser a otra, porque la verdad lógica, la adecuación de la inteligencia a la cosa, aedequatio intellectus ad rem, es un caso particular nuestro que no es extensivo a todas las creaturas, sino únicamente a la creatura dotada de alma espiritual, que somos las personas humanas, las que podemos poseer la verdad lógica. Nosotros poseemos la doble verdad: la verdad lógica, porque nos adecuamos a la realidad mediante un acto de nuestra inteligencia; también la verdad ontológica, porque con todo nuestro ser íntegro, total, omnímodo, nos estamos adecuando indeleble e indefectiblemente a la inteligencia divina que nos está manteniendo en el ser. De nuevo, es esa verdad a que se refiere Santo Tomás.
Por consiguiente, hay seres más o menos verdaderos, lo cual quiere decir más o menos perfectos, más o menos seres y, por consiguiente, más o menos buenos, no con bondad moral, sino con bondad ontológica que es muy distinta; se refiere a una bondad trascendental, no a una bondad ética, humana, sino a aquella bondad que tenemos todos los seres por el solo hecho de existir o de ser, y a la belleza, aunque nos cueste a veces admitir que todo ente es bello.
Entonces, vemos que hay seres más o menos verdaderos, buenos, nobles, bellos; este es el hecho de experiencia. lo que es en más o en menos se dice respecto de lo que es máximo, por lo cual debe haber un ente de perfección máxima, al cual lo llamamos Dios. ¿Por qué dice Santo Tomás que debe existir un ente que sea máxima, infinita y omnímodamente verdadero (no dice veraz), bueno, noble, bello, etc.? Porque, evidentemente, éstas, que son perfecciones puras y que pueden ser sujetos de intensificación o de remisión, no se aplican que a los seres que tenemos a nuestro alcance, y no pueden explicarse por sí mismos. Todas las perfecciones puras, es decir, aquellas perfecciones que, además de admitir intensificación o remisión, son puras, necesitan, por el mismo hecho, de una verificación absolutamente ilimitada e infinita; porque, evidentemente, lo perfecto, en cuanto perfecto no puede estar limitado, toda vez que toda limitación conduce a la negación de una realidad ulterior. Evidentemente, si yo niego que más allá hay una realidad, la estoy limitando; esa realidad o esa perfección no puede ser perfección pura, sino una perfección afectada por un límite; es lo que nos acontece a nosotros que, teniendo la última perfección, la perfección de las perfecciones, lo que es puramente perfección, que es el existir, lo tenemos en grado limitado. Hay algo en nosotros que limita el existir; ese algo es la esencia. Es en este hecho en que se basa Santo Tomás para esta cuarta prueba: Hay seres más o menos perfectos, es decir, seres dotados en mayor o menor grado de una serie de perfecciones que son puras, a saber, verdad, bondad o bien, nobleza, belleza, unidad, etc., las que, por el hecho de ser puras, exigen de suyo, vuelvo a repetirlo, una verificación ilimitada. Entonces, si son o están en mayor o menor grado en los seres existentes, tiene que haber sobrevenido la limitación; por sí mismas no pueden ser limitadas; luego, la limitación tendrá que venir de fuera ab extrínseco; y esta limitación es lo que está denotando, lo que está haciendo sentir, la existencia de una perfección ilimitada; o sea, de un ser que sea absoluta, infinita y omnímodamente, verdadero, bueno, noble, bello; uno que se identifique con todo este elenco de perfecciones que, además de ser puras son trascendentales y, por consiguiente, no admiten, de suyo, ninguna limitación; y ese ser, que es ilimitadamente perfecto, que es el término de esta cuarta vía, lo llamamos Dios.
Vemos que, en todas estas vías, en la primera, la segunda y la cuarta – la tercera y la quinta las podemos dejar, porque la tercera se asemeja a esta última y la quinta a las dos primeras – podemos decir que el proceso es exactamente el mismo.
Naturaleza de Dios
a la luz de la precedente demostración de su existencia
Hay que ver, entonces, en qué situación queda o, mejor, está este ser que es término de estas cinco vías respecto de los entes que nos sirven como fundamento para llegar hasta la existencia de este ser infinito, el cual es absolutamente trascendente. Como dije antes, no se trata aquí de una situación de las causas, en el sentido de que una sea primera, otra segunda, y la de más allá tercera, etc.; se trata de lo que es autosuficiente y de lo que es autoinsuficiente, siendo lo suficiente lo que tiene por sí mismo la razón de su ser; naturalmente, lo que tiene en sí mismo la razón de su ser no pertenece a la serie de lo que tiene la razón de su ser en otro; estas dos maneras de expresarse, tener su razón de ser en otro y no en sí mismo vale exactamente a decir «este ser es causado». Yo soy causado, ¿por qué? Porque no tengo la razón de ser en mí mismo; la tengo en aquél que me está manteniendo en la existencia y me mantiene en la existencia exhaustivamente; nada hay en mí, en todo momento, que no esté siendo causado por el ser infinito, ni el más mínimo aspecto de mi identidad puede dejar de estar siendo causado en este mismo momento en que les estoy hablando. Evidentemente, entonces, el ser de que se trata, el ser que es el resultado, el fruto de este proceso de las cinco pruebas de Santo Tomás es un ser que es absolutamente trascendente a aquellos seres cuya limitación y cuya mutabilidad o mutación nos sirven de punto de partida para estas pruebas. Esto es, diríamos, el remate, la cumbre, el coronamiento de estos procesos demostrativos de la existencia de Dios. Como pueden ver, es un procedimiento a posteriori, porque yo parto de lo existente, de los efectos para llegar a la existencia de la causa; esta demostración es a posteriori por el hecho de que comienza en lo posterior; cuando se habla de demostración a posteriori se habla elípticamente, porque la expresión total debiera ser «demostración a posteriori ad priorem», es decir, de lo posterior a lo primero, porque lo posterior es el efecto y lo primero es la causa. Ahora, en mi conocimiento el orden es inverso, es decir, primero conozco yo lo posterior y posteriormente conozco lo que es primero. Es lo que ocurre con estas pruebas, es una «demostración a posteriori» que elabora Santo Tomás para demostrar con absoluta evidencia que existe un primer motor inmóvil que, además, es causa primera, que es autosuficiente, que está en permanente acto de causar y que es un ser necesario, es decir, que ha existido siempre, que es perfectísimo, que tiene en sí mismo el fin de todo cuanto existe, incluso de sí mismo, porque Dios es el fin de sí mismo; no es que Dios «tenga» un fin, sino que Él «es» el fin de sí mismo; todo lo ordena así mismo, lo cual se deja saber en las Escrituras «Omnia propter semet ipsum operator es Dominus», es decir, «el Señor lo ha hecho todo para sí mismo» y a nosotros también nos ha hecho para sí mismo.
Las perfecciones de Dios
Una vez establecidas las pruebas de la existencia de Dios, podemos averiguar la naturaleza de Dios, es decir, qué cosa es Dios; no se responda que Dios existe, porque existe con absoluta evidencia; pero tenemos que ver o, mejor, entrever qué cosa sea este ser que es el primer motor inmóvil, causa primera, necesario, perfectísimo e intelección subsistente. Esto es, entonces, lo que resta por ver en esta clase, a saber, las perfecciones de Dios.
Aquí debemos hacer una especie de prólogo. Cuando se habla de las perfecciones de Dios hay que tener cuidado, porque en Dios no existe pluralidad de perfecciones, porque Dios es un ser absolutamente simple; como veíamos en la clase anterior, desde el momento en que es el ser perfectísimo no puede admitir ninguna clase de estructura o composición. En Dios no hay partes, ni del tipo integrantes o integrales, que son las partes cuantitativas, ni tampoco partes constitutivas; Dios no está compuesto de nada; es simplicísimo; ni siquiera aquella estructura fundamental que es «esencia y existir» puede darse en Él. Nosotros, como los seres contingentes, que son aquellos con los que tenemos contacto y los únicos con los que tenemos contacto inmediato, visibles – de los seres contingentes invisibles no tenemos noticia sino por la Revelación, toda vez que por la razón natural no podemos, de ninguna manera, demostrar la existencia de los ángeles – tenemos existencia, pero no somos existencia; somos esencia, somos persona, personas existentes, que tenemos existencia. Dios es su existencia. Así como cada uno de nosotros puede decir que es una hipóstasis racional, un animal racional o hipóstasis racional, siendo la esencia nuestra la naturaleza humana, Dios, en cambio, es el existir puro. Nuestra esencia es la animalidad racional, la esencia de Dios es el existir. Ningún ser existe por esencia, ningún ser tiene como esencia el existir, sino única y exclusivamente Dios, como se deduce de estas pruebas absolutamente apodícticas. ¿Qué resulta, entonces?
La simplicidad de Dios. Que Dios, dado que tiene como constitutivo esencial el existir subsistente – es el existir subsistente - rechaza cualquier tipo de estructura o de composición. Por eso el atributo principal de Dios para nosotros es la simplicidad. Vuelvo a repetir que estas perfecciones no son en número plural en Dios; la pluralidad se debe a lo ínfimo de nuestra inteligencia, a que nuestra facultad intelectiva no puede conceptualizar exhaustivamente a Dios; si lo pudiera hacer, tendría que ser infinita como Dios; porque los conceptos son producto de la actividad de la inteligencia; mi inteligencia es finita y podríamos definirla como la capacidad que tiene un ser inteligente – se entiende un ser inteligente visible, que somos nosotros, no hay otros – de convertirse en la realidad conocida, en término del pensamiento de Santo Tomás. En efecto, si yo conozco una realidad, me convierto intencionalmente en esa misma realidad; pero es evidente que la conversión en una realidad cualquiera intencionalmente, de la cual es apto cualquier persona inteligente, es limitado; porque yo, ente limitado, persona limitada, acotada a una especie determinada de existir que es el existir humano y, dentro de la especie humana, al ser una versión individualizada de esta misma forma humana, es evidentemente que estoy incapacitado para convertirme en la realidad infinita, es un contrasentido. Como no puedo convertirme en la realidad infinita, toda vez que es un contrasentido, entonces no puedo conocer exhaustivamente a Dios y tengo que descomponerlo; es una comparación, no es una razón; acontece con esto tal como ocurre con la luz blanca al pasar a través de un prisma, la cual se descompone en los siete colores del espectro; es análogamente lo mismo, es algo semejante, porque comparación no es razón. Este es el motivo por el cual hablamos de «las perfecciones» y no de «la perfección» de Dios. Estas perfecciones de Dios también se llaman «las propiedades» de Dios. Me parece que el calificativo de «propiedades» no es correcto o, por lo menos, no estrictamente científico, porque donde hay propiedad hay propietario; es así como la propiedad es distinta del propietario del cual es propiedad; en cambio, aquí no se trata de distinciones. Creo que la manera más exacta o menos inexacta de expresar lo que son las perfecciones de Dios sería esta: «son los modos particulares que tengo yo de considerar el existir divino». Entonces, son aspectos particulares de este Dios entrevisto y conocido imperfectísimamente por mí. Apenas entrevisto; es infinita e incomparablemente más lo que no sabemos de Dios que lo que sabemos de Dios. Son aspectos bajo los cuales yo puedo considerar la perfección suprema de Dios a la cual no veo, sino que la entreveo en las creaturas, y esa es la razón de la pluralidad.
De estas perfecciones que son en número indeterminado, ya que esto depende de la consideración nuestra, se nos aparece, como la primera de todas, la simplicidad, que es la carencia de todo tipo de estructura. Los seres creados tenemos tres estructuras fundamentales: 1. Somos existentes pertenecientes a una especie determinada; nosotros, los existentes humanos; esto, que parece tan familiar es de lo más misterioso que podemos contemplar; porque la persona humana existe y yo puedo decir, en sentido estricto de la palabra, que yo existo; y puedo decir también que la hormiga existe, en sentido perfectamente propio de la palabra, que un átomo de hidrógeno existe, que una molécula de ácido sulfúrico también existe, que un árbol existe, que un león existe y que yo mismo existo; en todos estos casos el existir es absolutamente propio, no es una manera de decir, sino que es correcto decir que todos estos seres de distintos grados de perfección son todos existentes, existentes en el sentido estricto de la palabra. Existimos, pero estructurados; existimos dentro de una especie determinada, en donde tenemos la estructura de esencia y existir. Es así como, dentro de la especie o esencia humana, somos versiones individuales de una sola y misma esencia en la cual tenemos otra estructura, a saber, la de materia prima y la de forma substancial.
2. Somos seres o entes que nos movemos y, como decíamos antes, en todo ser que se mueve hay algo que permanece, que perdura, a través de las distintas fases de su movimiento, y algo que va cambiando, a saber, estas mismas fases a que nos hemos referido.
3. Poseemos las estructuras de substancia y accidente.
Ninguna de estas tres estructuras puede caber en Dios. Por lo mismo que Él es el existir subsistentes, cualquiera estructura estaría introduciendo en Dios, por el mismo hecho, la potencialidad; porque todo ente estructurado se haya en potencia para la desestructuración, para la desarticulación, para la descomposición; estaría en potencia. El poder descomponerse o desestructurarse quiere decir que se encuentra en potencia para la desestructuración y, en consecuencia, ya no sería «acto puro». Por consiguiente, la condición de acto puro, a la cual llegamos respecto de Dios en virtud de estas cinco pruebas, está demostrando que Dios es infinitamente refractario a cualquier tipo de estructura o composición. Es el ser simplicísimo.
Este atributo de la simplicidad de Dios tiene una enorme importancia en nuestra vida práctica. Y aquí voy a tratar, diríamos, muy al sesgo algunos puntos. Desde luego, la simplicidad de Dios identifica en Él su existir, su causar, su inteligir y su querer. El querer de Dios es su existir, el inteligir de Dios es su existir. ¿Por qué es tan importante esto? Porque del mismo modo en que yo no puedo conocer propiamente el existir divino que es la naturaleza de Dios, tampoco puedo conocer propiamente el querer de Dios ni el inteligir de Dios. En este momento daré al «querer» de Dios otro calificativo de índole un poco más práctica – digo calificativo y cualidad – a saber, los propósitos de Dios, los fines de Dios. Muchas veces nos preguntamos. Por ejemplo, ¿Por qué Dios pudo haber hecho esto, tal cosa? La respuesta es simplicísima, a saber, que Dios no puede actuar sino para sí mismo, porque no puede ser sino para sí mismo; en Dios el actuar es lo mismo que el ser, el querer es lo mismo que el ser, el inteligir es lo mismo que el ser; si yo no conozco el ser divino, tampoco puedo conocer el querer divino, luego, tampoco puedo conocer los propósitos de Dios, es absolutamente imposible por más que nos afanemos; no podemos conocer los propósitos de Di os, es decir, el para qué Dios habrá hecho esto. San juan de la Cruz que además era un místico supremo y enorme teólogo daba esta respuesta simplicísima “el por qué, Él se lo sabe”; es evidente, porque el único que sabe de Dios es Dios; yo no puedo conocer a Dios positivamente, no puedo saber «lo» que es Dios. Fíjense bien que cuando yo digo que Dios es el existir subsistente – este es un punto que había dejado tratar – estoy diciendo algo que es Dios, pero no estoy diciendo todo lo que es Dios. Así como el constitutivo formal nuestro, la naturaleza formal nuestra es la humanidad, no tomada en sentido colectivo, como es propio de los políticos de quinta categoría, sino como abstracción y naturaleza humana, así el constitutivo formal de Dios es la deidad, la cual no es conocible para mí porque yo no puedo convertirme en Dios. Entonces, es evidente que la deidad de Dios es lo que lo constituye como Dios, lo cual es inaccesible no solamente para nuestra inteligencia humana, sino absolutamente a toda inteligencia creada. Sólo puede conocer a Dios quien es Dios.
Entonces, como digo, la simplicidad es algo que constituye la base para la esencia metafísica de Dios. Es decir, hay que distinguir entre la esencia física de Dios y la esencia metafísica de Dios.
La esencia física de Dios es lo que él es en realidad, la cual es completamente inaccesible para mí. La esencia metafísica de Dios es lo que puedo conocer de la esencia de Dios en cuanto conocida por mí partiendo de la abstracción de los seres visibles y materiales que tengo a mi alcance, la cual, como decíamos, es ipsum ese subsistens, es decir, «el mismo existir subsistente». No creáis, por favor, que «el mismo existir subsistente» es la deidad, aunque no hay contraposición entre los dos, evidentemente. Lo que quiero decir es que la deidad no es solamente «el mismo existir subsistente», aunque ciertamente lo es, pero es infinitamente más; y esa excelencia infinita es la que yo no conozco. Por eso yo, para conocer qué cosa sea Dios, tengo que contentarme con un conocimiento analógico de Dios, con la esencia metafísica de Dios y no con su esencia física. La esencia física la veremos, lo espero, en la otra vida; aunque el verla no quiere decir comprenderla, por favor. Comprender a Dios solamente lo puede Dios, absolutamente nadie más. Lo veremos, pero no lo comprenderemos; entonces sabremos más de Él que ahora, pero no lo comprenderemos.
La eternidad de Dios. Esta esencia metafísica de Dios es la que vemos a través en las creaturas. Por eso, de la composición en la estructuración en las creaturas, llegamos a la absoluta simplicidad divina; Dios es la simplicidad absoluta. Santo Tomás también, tratando de otras perfecciones de Dios, habla, desde luego – y es lo que quiero tratar en este momento en lo que me queda de clase – de la infinidad, de la inmutabilidad y, sobre todo, de la eternidad de Dios. Voy a detenerme, sobre todo, en la eternidad; porque también, respecto de la eternidad se escuchan cosas que nada tienen que ver con ella; tanto es así que, si de improviso le preguntamos a alguna persona qué cosa es la eternidad, si tiene cierta formación dirá que es eterno aquello que carece de principio y de fin, definición que se podría aceptar con muy buena voluntad, pero con muy buena voluntad, por ser una definición absolutamente insuficiente, por descontado que no se puede definir la eternidad positivamente, pero sí se puede tratar de abordar una definición. No basta carecer de principio o de comienzo y carecer de término para que una cosa sea eterna. Aquí cito un argumento de autoridad: Santo Tomás dice y demuestra que no se puede demostrar por la razón natural que el mundo haya comenzado alguna vez – hay muchos que se escandalizan con esta proposición, pero él la afirma categóricamente – sin embargo, él es el que recurre al comienzo de ciertas creaturas par demostrar la necesidad de que exista un ser necesario. Santo Tomás se refiere al comienzo del mundo, no al de alguna creatura. Es que la eternidad no es solamente eso. Desde luego, la definición que acepta Santo Tomás y la comenta magistralmente es la definición que dio alguna vez el que fue llamado «el último de los romanos» que fue Boecio, quien dice que la eternidad es «la posesión plena y perfecta de una vida interminable» interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio. De manera que la eternidad incluye algo más que la carencia de comienzo y la carencia de fin; en estricto rigor algo eterno ha debido carecer de comienzo y de fin, porque ambos son propiedades del tiempo, de esta realidad tan tenue llamada tiempo. Cuando a San Agustín le preguntaban qué era el tiempo, decía que no lo sabía, pero si no se lo preguntaban, decía que lo sabía. Aristóteles lo definió como medida del movimiento según anterioridad y posterioridad, definición que aceptó Santo Tomás. Por consiguiente, según Aristóteles y según Santo Tomás el tiempo es la medida del movimiento, luego, si el movimiento no es eterno, tampoco el tiempo lo puede ser. Así que no confundamos la carencia de comienzo con la eternidad. La eternidad, según Boecio, es «posesión plena y perfecta». ¿Qué significa posesión plena y perfecta? Es una posesión que no sufre ni admite vicisitudes que, por consiguiente, es absolutamente plenaria; no posee más o menos, no se puede dar mayor o menos eternidad; se es eterno o no se es. A continuación, dice «de una vida»; luego, el ser eterno tiene que ser viviente; un ser que no sea viviente, que no esté dotado de vida no puede ser eterno, aún careciendo de comienzo en el tiempo y de fin en el tiempo, es decir, viene de toda eternidad y va a toda eternidad, pero se trata de una eternidad que podríamos denominar unidimensional, es decir, únicamente una eternidad en la perspectiva cronológica, en la perspectiva del tiempo y nada más. La eternidad de Dios es otra cosa; se trata de una inmutabilidad que nace de la plenitud de su ser; siendo el ser plenario, infinitamente pleno, es imposible que haya vicisitud en Él y, no habiendo vicisitud, no puede haber el tiempo; por eso carece de comienzo y de fin. Desde otro punto de vista se podría explicar o adaptar esta definición corriente de la eternidad – carencia de principio y de fin – a la auténtica doctrina filosófica, con tal que a las nociones de principio y de fin no se dé su significado más débil, sino su significado más fuerte, es decir in sensu a fortiori, «en sentido intensísimo». Carencia de principio vendría a significar, en este caso, carencia de causalidad eficiente, es decir, al ser eterno nadie lo ha producido; es en este sentido que carecería de principio; porque toda causa es principio, aunque no todo principio sea causa. Por esto, si a la noción de principio le damos el significado forte de causa, de algo que influye en el ser de una realidad, entonces sí que podemos admitir la carencia de principio, de todo género de causalidad eficiente, o sea, en el sentido de que carece de causa, siendo incausado; esta es la palabra a la cual, correlativamente, damos también el significado de causa; en este sentido, carencia de fin no sería ya carencia de término en el tiempo, sino carencia de causalidad final. Es decir, que, así como el ser eterno, el existir eterno, carece de todo principio que lo haya producido, porque es improducible – ha existido siempre – también carece de cualquier objetivo al cual encaminarse que no sea Él mismo su fin. Entonces, bajo este aspecto, en esta perspectiva, la eternidad sería o, mejor, sería eterno aquello que carece de causa eficiente y de causa final; es decir, aquello que tiene en sí mismo la razón de su ser, no en alguna causa hipotética que lo hubiera producido, y que tiene en sí mismo su fin, por lo cual no puede encaminarse a ningún fin ulterior; porque ese fin, si fuera ulterior, sería el mismo Dios y no este presunto Dios quien se encaminaría a ese fin.
Luego, esta propiedad de Dios, que considera en toda su fuerza la eternidad de Dios, es extraordinariamente importante. Creo que, considerando la eternidad de Dios, y antes la simplicidad de Dios, se puede ya comprender no digo las restantes perfecciones de Dios, sino muchas cosas que ocurren en este mundo y que, a primera vista, si no estamos bien enterados e informados del alcance de estos atributos divinos – inmutabilidad, simplicidad y eternidad – no los explicaríamos de ninguna manera ni les encontraríamos razón.
Por hoy, dejamos esto hasta aquí y pasamos a las preguntas.
P… (ininteligible)
R. Acabo de decir que la pluralidad de motivos o de quereres en Dios nace de la deficiencia de nuestra inteligencia y no de que en Dios haya pluralidad.
P… (ininteligible)
R. Nosotros no podemos explicar el querer de Dios. Nosotros sólo vemos que las cosas son así, nada más. Sabemos que Dios quiere tal cosa, pero no sabemos por qué ni cómo la quiere. Le vuelvo a decir que se debe a la deficiencia de nuestra inteligencia. Piense que usted que hasta una misma realidad creada tiene que considerarla desde distintos puntos de vista para poder ceñirla más de cerca; lo vivimos cada día en nuestras especulaciones. Por ejemplo, ¿Usted se explica, cómo le diría…(ininteligible)..usted cree que por la relación causa-efecto esto se puede verificar? La causalidad no se prueba por experiencia; la causalidad se explica por la razón nada más. Lo único que nosotros podemos verificar por la experiencia es que una cosa viene después de la otra, nada más. Por eso, muchas veces, en esta sucesión de cosas en que después de una realidad «a» viene una realidad «b», creemos que «b» es causado por «a», y no es así, y nos equivocamos; porque la causalidad o influjo causal es inaccesible a los sentidos…(ininteligible)…Así que, cuidado con que en metafísica utilicemos la imaginación para razonar. La persona no tiene sino una sola facultad para razonar, a saber, la inteligencia; en este caso, la imaginación – lo dije antes – no hace más que daños en la metafísica. No sólo en la mística, por lo cual Santa Teresa la llamaba «la loca de la casa», sino también en la metafísica la imaginación es «la loca de la casa». No podemos imaginar. Recuerdo que, en las clases de metafísica, en la facultad de filosofía de la Universidad Católica, conocí a un alumno, sacerdote muy distinguido y a quien quiero mucho, después de no recuerdo qué principio metafísico senté en clase, me dijo «pero Padre, esto no lo podemos imaginar»; ¡en buena hora! Le respondí; porque si lo imaginamos, no sería metafísica. Así, nos consta que Dios no puede estar dotado de composición, como lo acabamos de demostrar; por consiguiente, no hay más que una sola cosa en Él, a saber, su existir. Este existir de Dios es trascendente a nuestra inteligencia; nosotros lo consideramos a través de las creaturas. No se olvide usted que todos los conceptos que podemos aplicar a Dios parten de las creaturas; de modo que tienen una carga de potencialidad; nosotros no somos capaces de la actualidad pura, porque somos contingentes; entonces tenemos que hablar al modo humano…miren cómo es distinta una cosa, el hecho de que una realidad miserable, material, no la podemos agotar con una cámara, fotográficamente, solamente desde un punto de vista ¿qué decir de la realidad divina? Hay que meditar sobre estas cosas. No puede haber pluralidad en Dios. Si admitimos la pluralidad en Dios, para no faltar a la lógica, tendríamos que admitir que Dios no es Dios.
Advierto que, contra la divinidad de Dios, se ha atentado muchas veces. Hay un caso muy ilustre, que mencionaré rápidamente: En la famosa contienda De auxiliis, que ardió por allá, en la España del Renacimiento del Barroco, entre los partidarios de la remoción física y los partidarios de la ciencia media, hubo un ilustre teólogo que sostuvo que Dios conocía las creaturas en si mismas. Este teólogo, que era religioso – naturalmente que no lo quiero nombrar, pero que, en fin, es famosísimo – cayó en una inconsecuencia en que no cayó siquiera el mismo Aristóteles, desprovisto como estaba de las luces de la Revelación; Aristóteles dice que el primer motor inmóvil no puede conocer el mundo, porque si conociera el mundo – se entiende con el conocimiento especulativo – estaría determinado por el mundo y ya no sería Dios. Esta lógica férrea de Aristóteles, que demuestra el genio de Aristóteles, no la supo mantener este otro teólogo, dotado como estaba de las luces de la Revelación, y sostuvo, sin pestañear, que Dios conocía las cosas en sí mismas; con lo cual, en último término negaba la divinidad de Dios, aunque no era esa su intención, pero fueron esos sus efectos. Luego, no admitamos pluralidad en Dios; ¿cómo Dios, en un solo acto infinito intensísimo, quiere, intelige, ama, crea y conserva? Pues, esto no lo podemos saber; por esta misma razón, pretender saber cómo quiere Dios es pretender saber cómo existe Dios, que es lo mismo en sí. Nadie puede saber cómo existe Dios, porque nadie puede saber cómo quiere Dios, salvo que quiere. Sabemos que el querer de Dios es infinito y se identifica con su existir. Es lo misterioso; porque mire, aquí también hay que destacar una cosa, en el sentido de que hay gente que cree que, para encontrarnos con el misterio hay que ascender al orden sobrenatural; es una tontería ¡en el orden natural tenemos los misterios ya! La analogía del ser, por ejemplo, es un misterio, absolutamente insoluble para la inteligencia humana; la analogía del ser, que es parte de la metafísica, que es ciencia sobrenatural. Aquí, lo mismo, no podemos conocer cómo quiere Dios, porque no podemos saber cómo existe Dios. En Dios el querer y el existir son lo mismo. Tenemos que resignarnos únicamente a esto, a saber, a verificar por la razón natural que Dios quiere lo que sucede y que lo que sucede sucede porque Dios lo está queriendo.
Ahora, cómo se concilia la pluralidad de los efectos de Dios…(ininteligible) de Dios…(ininteligible)…se puede trasladar también al orden del existir… ¿cómo un solo Dios ha producido miles y miles de millones de creaturas? Ni ustedes ni yo lo podemos explicar; esta es la raíz de todo. Es el misterio de la coexistencia de lo infinito con lo finito. Fíjense ustedes que podemos llegar todavía a una respuesta más radical, la cual se puede aplicar incluso a la famosa controversia de De auxiliis, sobre todo en la España de los siglos XVI y XVII, a saber ¿cómo puede coexistir lo infinito con lo finito? O, en término un poco más vulgares ¿cómo Dios, que es infinito, que es un existir infinito, deja hueco para que exista yo? ¿es que Dios más yo es mayor que Dios solo? fin del problema; porque si matematizamos esto tendríamos que decir que Dios más creaturas es mayor que Dios sólo, pero esto no puede ser; debe ser «Dios más creaturas es igual que Dios solo»; la única manera en que se verifique esta ecuación, en matemáticas elementalísimas, es que la creatura es igual que cero; sin embargo yo y ustedes tenemos conciencia de que no somos igual que cero, de que estamos aquí, de que somos mudables, de que estamos existiendo y de que ni ustedes ni yo hemos sido echados al mundo por nosotros mismos; aquí estamos, lo verificamos, pero el cómo, Él solo sabe; porque el cómo actúa Dios es el cómo «es» Dios; no hay más para contestar.
Voy a decir algo que…(ininteligible)…Yo creo, y estoy seguro de que estoy en la razón, de que la metafísica tiene que ser humilde, porque en metafísica nos estamos topando a cada rato con el misterio; y el misterio ¿en qué consiste? Pues, consiste en una realidad que desborda las posibilidades de nuestra inteligencia; hay realidades que son superiores a nuestra inteligencia.
No sé si lo habré satisfecho con la respuesta, pero no soy capaz de darle alguna otra respuesta. No ha sido por falta de voluntad, es por falta de posibilidades nada más.
P… (ininteligible)
R. Primeramente ¿a qué llama usted infinito? ... (interlocutor ininteligible) … ¡Ah, no! Infinito es otra cosa: es una plenitud de ser; así que, el movimiento no puede ser infinito en ese sentido; yo no sé nada de física, pero supongamos un movimiento que durara siempre, con todo, éste no podría ser infinito; un movimiento no puede ser infinito a causa del paso de la potencia al acto. La palabra «infinito» se emplea en dos sentidos absolutamente equívocos… (interlocutor ininteligible) … Pero, de todas maneras; primeramente, un ente material no puede ser infinito, un sujeto de movimiento tampoco puede ser infinito…estamos jugando con el significado de la palabra «infinito» y la estamos utilizando en un sentido totalmente distinto, en un sentido equívoco. Lo que llamamos infinito es plenitud de perfección; generalmente se emplea el término «infinito» en lugar de otro término que debiera ser mejor utilizado; es decir, se emplea este término «infinito» por lo que es «indefinido», lo que puede durar siempre; pero, lo que dura siempre no es infinito en uno cualquiera de los momentos de su duración. Supongamos un movimiento que ha comenzado siempre, que no tenga comienzo ni fin; eso no quita que en alguna fase de un determinado momento éste no sea infinito, puesto que hay sucesión, es decir, tendrá partes del movimiento que aún no han pasado y partes del movimiento que ya pasaron; lo que ya pasó ya no existe, lo que todavía no ha pasado todavía no existe, por consiguiente, no hay existencia plena; y éste es el significado del término «infinito» en metafísica: «lo que es sin limitación», luego, un movimiento no puede ser infinito; lo que está en movimiento «no es plenamente», en la medida en que se mueve; luego, si no es plenamente en cualquiera medida que sea, no es infinito; éste es el sentido del término en Santo Tomás.
https://www.youtube.com/watch?v=spsHg5QcQqc&t=10s
Cuarta Parte
La trascendencia e inmensidad de Dios. Cuando tratamos de las pruebas de la existencia de Dios, es evidente que nos referimos a la causa eficiente, no a la causa formal ni a la final. La causa eficiente, vuelvo a decir, es una causa prototípica; entonces, la presencia de la causa en el efecto nunca puede ser exhaustiva respecto de la causa. La causa da razón del efecto y, si esto es así, por el hecho mismo, tiene que ser trascendente al efecto. Si la causa y su efecto propio estuvieran en el mismo orden, entonces es absolutamente claro que, desde el momento en que la causa puede dar razón de su efecto propio, también el efecto podría dar razón de sí mismo, lo cual sería un absurdo. Desde el momento en que es un absurdo que el efecto pueda dar razón de sí mismo, es también absurdo que la causa eficiente y su efecto propio estén reducidos o incluidos en el mismo orden de valores; la causa siempre trasciende al efecto.
Ahora, ¿de qué trascendencia se trata aquí? Pues, de una trascendencia absolutamente única. Fíjense bien que la trascendencia de la causa respecto del efecto no se verifica única y exclusivamente tratándose de la causalidad primera, sino también se verifica tratándose de la causalidad segunda; y podemos decir, evidentemente, por ejemplo en el caso de la producción artística y científica – tanto el artista como el científico es un creador – en ese sentido, diríamos sobre la causa segunda – cualquier causa segunda, por ejemplo, Einstein respecto de la Teoría de la Relatividad, o el cristiano respecto de la resurrección de Jesucristo, o Velásquez respecto de Las Meninas, o Beethoven respecto de la Sinfonía Coral, etc. – que hay siempre una trascendencia de la causa respecto del efecto; hay una trascendencia clarísima, abrumadora entre una causa eficiente por creada que sea y su efecto propio. Hay trascendencia; Beethoven fue mucho más que el conjunto de todas sus obras musicales y lo mismo podemos decir respecto de todas las obras de los creadores artísticos, en el sentido estricto de la palabra, o científicos o filosóficos; Platón, por ejemplo, no está agotado en su libro “De la República”, él era mucho más que eso.
Resulta, entonces, que siempre hay una trascendencia por parte de la causa respecto del efecto. Ahora, esta trascendencia es completamente distinta, tratándose de la causalidad eficiente creada o contingente respecto de los efectos que le son propios, y de la causalidad increada, primera y autosuficiente. Porque, en buenas cuentas, la trascendencia de la causa segunda respecto de los efectos que le son propios, después de todo, es una trascendencia finita. El efecto y la causa son irreducibles entre sí – esto es evidente – aún tomando en cuenta que el creador humano, el productor humano, la causa eficiente humana, siempre realiza su eficiencia no en cuanto es de condición humana, sino en cuanto esta condición humana está determinada por otra condición cualitativa que le viene sobreañadida, que es el ejemplar de acuerdo con el cual va a producir sus creaturas; este ejemplar, naturalmente, en el caso de los artistas, sobre todo los que usan materiales sensibles para sus creaciones, es un ejemplar que consta de un alma y un cuerpo; es decir, que consta de un alma o espíritu, una cuasi alma o cuasi espíritu que es la técnica artística o la técnica operativa en general, y de un cuerpo que es la imagen en la cual se individualiza la técnica operativa. Claro está que esta individualización de la técnica operativa por la imagen tampoco basta para producir el efecto, porque tiene que realizarse, además, la singularización – no solamente la individualización de la técnica por la imagen – sino la singularización de este ejemplar compuesto de una cuasi alma y de un cuasi cuerpo, que lo haga absolutamente, diríamos, clausurado y que pueda ser repetido. Porque incluso en los ejemplares humanos – tenemos varios casos, sobre todo, de pintores; por ejemplo, el caso de Velásquez, que produce, sobre el mismo ejemplar, dos obras completamente distintas, no diversas, a saber, dos retratos de una monja del siglo XVII, sor Jerónima de la Fuente; uno de cuyos ejemplares está en el Museo del Prado y otra en casa de la señora de Araos – no basta la individualización del ejemplar en una misma imagen; porque este ejemplar individualizado en la imagen, digamos, esta técnica individualizada en la imagen, que es el ejemplar creativo del cual disponen los hombres, necesita aún ser singularizado en la materia sobre la cual se va a actuar en virtud de este ejemplar. Primero se individualiza la imagen y luego se singularizan los materiales preelegidos.
Ninguna de estas etapas cabe en la trascendencia causal divina respecto de las creaturas. Primero, porque el ejemplar según el cual Dios crea o, mejor, según el cual Dios es causa creadora, no es un ejemplar distinto de Él; es un ejemplar que consiste en su propio existir. Velásquez no actuó según su naturaleza humana escuetamente tal; Dios, en cambio, actúa según su naturaleza divina escuetamente tal, y sabemos por Revelación – a título de dato ilustrativo, nada más – que el ejemplar del que se valió Dios para crearlo todo es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, según nos lo enseña San Juan, a saber, que por Él han sido hechas todas las cosas y sin Él no ha sido hecho nada de cuanto se ha hecho. De manera, entonces, que el ejemplar divino coincide punto por punto con el existir divino. Entre Dios como ejemplar y Dios como causa eficiente no existe sino una pura distinción de razón raciocinada, es decir, una distinción que opera la inteligencia con fundamento en la realidad. En Dios, por lo tanto, no existe esa distinción real que existe en el creador creado, como es el hombre.
Por consiguiente, esta inmensidad de Dios tiene que ser conjugada – y de hecho está conjugada – con su trascendencia; Dios supera infinitamente todos sus efectos. Esta misma trascendencia, por ejemplo, de un creador creado respecto de sus obras no tiene nada que ver con la trascendencia divina respecto de las obras de Dios. La trascendencia del creador humano es finita; a pesar de ser irreducible, es finita. La trascendencia de Dios respecto de nosotros es absolutamente infinita; tan infinitamente trascendente como es el ser de Dios respecto de nuestro propio ser. Entonces ahora tenemos en que consiste la inmensidad de Dios. Por eso, cuando hablamos de la inmensa ubicuidad de Dios no hay que tener miedo ni recelo ninguno al decir que Dios está en todas partes. No está en todas partes como constitutivo intrínseco de esa parte, es evidente que no; sino con esta presencia según la cual la causa eficiente está presente en el efecto.
¿La presencia de la causa eficiente en el efecto puede ser conocida en sentido propio por nosotros? Evidentemente que no; porque lo único que nosotros conocemos en propiedad, propiamente, sin recurrir a ninguna analogía de ninguna especie, son las realidades sensibles, las realidades materiales, las visibles; no otras. Del mundo del espíritu nosotros no podemos tener más que un conocimiento puramente analógico. Ya sabemos que para Santo Tomás los conceptos análogos son aquellos que en parte coinciden entre sí y en parte difieren entre sí. Aquí, la coincidencia es ínfima, en el caso de Dios y de las creaturas, respecto de la diferencia. Dios es infinitamente diferente de nosotros y no es semejante de ninguna manera, nosotros somos semejantes a Dios, pero Dios no es semejante a nosotros. De manera entonces que estos atributos, como digo, de la inmensidad y de la ubicuidad de Dios, deben ser bien entendidos; y una vez entendidos no hay que tener ningún recelo de ellos; Dios no forma parte del universo, como nosotros no formamos parte de Dios, en primer lugar, porque Dios no tiene partes; sin embargo, nosotros tenemos parte en Dios, eso sí; pero «tener parte en» no es, de ninguna manera, lo mismo que «formar parte de».
Tenemos parte en Dios, evidentemente, porque, cuando una causa produce un efecto, el efecto participa de la causa; hay que considerar que la participación tiene como único fundamento apropiado y suficiente la eficiencia: porque una realidad es causada, por eso participa de la causa; y porque una realidad es causa, por eso es participada por el efecto. De esto se trata, a saber, de tener parte en Dios y de Dios estar presente en nosotros como en quienes tenemos parte en Él, aunque no formemos parte de Él.
La inmutabilidad de Dios. Otro atributo, también muy importante e implícito en las pruebas o, más bien, que constituye el término de la primera de las pruebas, es la «inmutabilidad» de Dios. Habiendo sido ya tratada, quiero insistir en un aspecto de la inmutabilidad de Dios que podría dar pábulo para ciertas vacilaciones o para ciertos malentendidos. Es así como algunos dicen que, si Dios es inmutable, qué aprovechamos nosotros con elevar nuestras oraciones a Dios haciendo repeticiones. Si nosotros hubiésemos estado sujetos a la sola religión natural, también tendríamos que elevar nuestras preces a Dios reconociendo el dominio soberano de Dios sobre nosotros. Cuando se habla de religión no se habla, necesariamente, de una religión sobrenatural. Una religión puramente natural es perfectamente posible; de otra manera, tendríamos que deducir que nuestra elevación al orden sobrenatural era necesaria, o sea, que Dios estaba obligado a elevarnos al orden sobrenatural; lo cual es un puro y simple contrasentido.
Entonces ¿qué conexión puede haber entre lo que se puede llamar «la oración» y la inmutabilidad de Dios? Esta objeción es muy frecuente y nace, en su misma frecuencia, de que es muy infrecuente tener una idea clara de las verdades metafísicas acerca de Dios. Primero ¿en qué situación nos encontramos nosotros respecto de la causalidad divina y respecto de la inmutabilidad de Dios? Pues, en que dependemos de Él de una manera total, absoluta; no solamente en cuanto al hecho de que hemos aparecido sobre la tierra y haber sido creados, sino en el hecho de que en este mismo momento en que estamos reunidos aquí estamos existiendo única y exclusivamente porque Dios nos está manteniendo en el ser. Si por una hipótesis absurda Dios retirara su principio creador de nosotros, volveríamos fulminantemente a la nada, no es que moriríamos, sino que volveríamos a la nada, lo cual es muy distinto. Entonces, estamos totalmente en las manos de Dios. Por eso, evidentemente, el primer deber de todo ente racional es reconocer el dominio soberano de Dios sobre nosotros. Si, para quitarle todo aspecto teológico a esta cuestión nos abstenemos del nombre de Dios, llamémoslo «el existir subsistente», «el acto puro» y así quedamos en paz. Tenemos nosotros, que somos actos «esencializados», que reconocer el acto puro, digamos, el dominio absoluto, infinito y omnímodo del acto puro sobre nosotros. por consiguiente, este dominio que es omnímodo, absoluto, parecería que no puede estar sujeto a mutaciones, punto de vista desde el cual parecería que la oración sería algo absolutamente ocioso e infundado; sin embargo, no hay nada de eso. Lo que ocurre es que precisamente la inteligencia infinita de Dios, para la cual no hay ni pasado ni futuro, sino que todo es presente, sabe lo que va a ocurrir, pero esta expresión «va a ocurrir», que denota algo futuro, es una consecuencia del hablar humano, porque no podemos expresarnos de otro modo; sin embargo, para Dios no va a ocurrir, sino que todo está ocurriendo por la inmutabilidad divina. Resulta, entonces, que no es que Dios conozca las cosas porque las cosas son, sino que las cosas son porque Dios las está conociendo. El conocer divino es un conocer eficaz, es un conocer productivo, es un conocer análogo al conocer que tiene el artista de su obra; La Pietà existe y existió porque Miguel Ángel la conoció, Las Meninas existen porque Velásquez las conoció; el conocer aquí es causa, el existir es el efecto; y, en la medida en que una causa es causa de su efecto, en esa medida, digamos, conoce al efecto y, en esa misma medida, el efecto está existiendo en virtud del conocimiento que de él tiene la causa. Resulta, entonces, que, como para Dios – según el lenguaje humano, se entiende – todo está conocido de antemano, luego todo está predestinado – no tengamos ningún miedo al término «predestinación»; algunos sienten horror ante él; no sé por qué; tal vez porque no lo entienden – todo está destinado de antemano, es decir, destinado previamente. Esta predestinación, esta destinación previa, es, respecto de lo destinado, absolutamente exhaustiva; es decir que lo que está predestinado no es solamente la verificación, para nosotros futura, de un hecho, sino que también el modo como se va a verificar, las circunstancias en que se va a verificar lo que, es para nosotros, un futuro hecho. De manera entonces, que al predestinar Dios un hecho, o al preconocerlo con carácter previo respecto del hecho, no respecto de Dios, está predestinado no solamente que va a ser así, sino el modo cómo va a ser; luego, si nosotros elevamos nuestras preces a Dios para que ocurra tal o cual hecho, o tal o cual circunstancia, esa circunstancia de que nosotros rogamos también está prevista por Dios. De este modo, la oración en absoluto va en contra de la inmutabilidad divina; decir que nosotros vamos a provocar la benevolencia de Dios o podemos provocar en Dios alteración es un modo puramente humano de hablar, porque, de alguna manera, tenemos que expresarnos, evidentemente, dado que Dios es infinito y que nuestros conceptos son finitos, nuestra conceptualización acerca de Dios siempre se verá abrumado entre un cúmulo de deficiencias.
La unicidad de Dios. Otro atributo que también debemos considerar en Dios es no solamente su unidad, de la cual ya hablamos, sino también su unicidad, que no es lo mismo. Porque, al fin y al cabo, la unidad de Dios, mutatis mutandis, se verifica en todos los entes; todo ente es uno, está dotado de unidad; no de una unidad numérica, evidentemente, porque la unidad numérica es privativa solamente de los entes materiales, pero sí de una unidad trascendental, de aquella que coincide punto por punto con el ser. Naturalmente, esta unidad de Dios, como digo, también existe en las creaturas; por eso el concepto de «unidad», concepto análogo que se predica de las creaturas y de Dios, en el cual el analogado principal es, precisamente, el existir absoluto, el existir subsistente, y nosotros somos los analogados menores; de manera que la unidad es una propiedad trascendental que atañe a Dios principalmente y de una manera absolutamente inefable y también atañe a las creaturas, en la medida en que esas creaturas se hallan dotadas de una…(ininteligible)…determinada. Pero aquí se trata de otro carácter, de que Dios es único. ¿Por qué Dios tiene que ser único? La unicidad de Dios, que tratamos sólo con las fuerzas de la razón natural y sin hacer ninguna incursión en el orden de la Revelación, significa que Dios es único, precisamente en razón de su simplicidad; porque, al fin y al cabo, si hubiera más de un Dios tendrían que diferir esos dos dioses – pongámonos en el caso mínimo de que hubiera dos y no más, con lo cual basta – tendrían que diferir; es evidente que la diferencia se predica de algo positivo, porque diferir por algo negativo es no diferir, como diferir por la nada es no diferir, es diferir en nada; tiene que ser por un valor positivo, por consiguiente, por una perfección. Aquí debemos aplicar el carácter trascendental del bien ontológico, del bien honesto – a propósito, no existe el bien útil, sino sólo el bien honesto, es decir, aquel bien que es apetecible por sí mismo y no en virtud de que podría conducir a un bien ulterior – entonces, si Dios es el bien infinito, tendría que tener todas las perfecciones y, al diferir estos dos dioses hipotéticos por alguna perfección, tendríamos que reconocer, por el hecho mismo que estos dos pseudo-dioses no serían absolutamente perfectos – por eso los he llamado «pseudo-dioses» y no dioses auténticos; porque dioses en plural no puede haber auténticos; el Dios auténtico tiene que ser en singular, como lo estamos demostrando ahora. Entonces, desde el momento, en que Dios tiene todas las perfecciones, no puede admitir un dios semejante a Él, porque alguna variación tendría que haber entre los dos, alguna diferencia, mejor que variación, alguna diferencia tendría que haber entre los dos; y esta diferencia existiría en uno y no en otro, luego uno de ellos sería inadecuado respecto del primero, o bien habría propiedades particulares que estarían en uno y no en el otro, lo cual significaría no sólo deficiencia por parte de uno, sino deficiencia por parte de los dos. No puede, en virtud de los principios de la razón natural y en virtud del mismo principio de contradicción, haber pluralidad en materia de dioses.
Por lo anterior, hay que convenir en que el politeísmo es uno de los errores más crasos y supinos que pueden existir. Yo siempre he dividido los errores en dos categorías: Hay errores inteligentes y errores estúpidos; evidentemente, el politeísmo es de estos últimos, como, por ejemplo, el escepticismo es de los primeros. No basta con errar, dado que se puede errar inteligentemente – no quiere decir que el error se convierta en verdad – pero se puede errar también torpemente y, este error torpe que manifiesta absoluta torpeza es precisamente el politeísmo.
Este atributo de la unicidad de Dios es también importantísimo, porque este atributo eleva a una altura incalculable nuestras relaciones con el existir subsistente, dado que es en Él y no en otra parte donde debemos reconocer la fuente de nuestro existir. Es en Él y no en otra parte donde debemos reconocer la fuente de nuestra actividad; y es en Él y no en otra parte donde debemos reconocer también la fuente de nuestra libertad.
Unicidad y predeterminación de Dios y nuestra libertad. Es muy importante que Dios sea la única fuente de nuestra libertad; y aquí señalo un atributo más bien extraño y en el cual no se ha insistido suficientemente, pero sí creo que es importante insistir en que la unicidad de Dios está demostrando que en Él existe la raíz de nuestra libertad. Así también se puede, digamos, resolver una objeción que es muy frecuente; es el problema existente entre la presciencia o predestinación o premoción o predeterminación divina y nuestro libre albedrío. Este problema es uno que agita mucho las conciencias, porque, en un sentido, nuestra libertad es tal vez el valor que más celosamente custodiamos nosotros. A mí lo que me importa es que soy libre, que mi conciencia me dice que soy libre y que contra la libertad no se puede esgrimir ningún argumento válido; porque si, por ejemplo, dijéramos que lo que a mí me parece que es libre es, en realidad, efecto de una moción desconocida que hay en mí, es evidente que esto no tiene absolutamente ningún valor porque no está apoyado en demostraciones, sino que está apoyado única y exclusivamente en suposiciones; es así que, por el camino de las suposiciones podríamos llegar, por ejemplo, también a decir que en el caso mío de ahora yo estaría moviéndome por influjo de un centauro, por ejemplo, o de Epaminondas, o de Marco Tulio Cicerón, siendo puras hipótesis, por cuyo camino ya podemos forjarlas indefinidamente, siendo que lo único que importa es que estén fundadas en la realidad; si son hipótesis gratuitas, luego, como dice el adagio popular, lo que gratuitamente se afirma gratuitamente se niega. Lo importante es que mi libertad, la cual es efectiva y cada cual puede decir lo mismo, está radicada en la presciencia divina. Diremos más, empleando un término aún más fuerte, a saber, en la predestinación divina. Hay un principio de filosofía pura que dice que nada pasa de la potencia al acto si no es movida previamente por un ser ya en acto. Si yo al ejercer mi libertad paso de la potencia al acto es evidente que al ejercer mi libertad tengo que estar movido por un ser ya en acto. En las ciencias es lógico que, partiendo de determinados principios que son seguramente ciertos, se admitan las conclusiones que por un procedimiento lógico sano y correcto se deduce de estos principios ciertos y ya probados. Si nada pasa de la potencia al acto sino por un ser movido ya en acto, entonces es absolutamente evidente que yo, al ejercer mi libertad, paso de la potencia al acto – esta es una evidencia – y yo, al pasar del poder ejercer mi libertad a ejercer mi libertad en acto de hecho, en ese momento, estoy siendo movido por un ser que ya está en acto respecto de la perfección que yo voy a conseguir con mi acto libre. Es inútil contraponer a ese principio, que es absolutamente indiscutible, ciertas consideraciones que no pasan de ser puramente sentimentales; por ejemplo «es que yo no me siento movido», claro; porque recientemente veíamos que los conceptos que nosotros arrancamos de las cosas sensibles se aplican a Dios mediante la conocida etapa de purificación, a saber, de afirmación, negación y eminencia. Lo que ocurren en este sentido es que la moción, o el concepto de moción más bien, que es el concepto de mover, es un concepto análogo que se aplica a Dios y a la creatura; nosotros movemos, causamos movimientos, no solamente en las cosas inanimadas sino también en las personas, que son entes racionales incluso; pero ¿por qué al causar el movimiento nosotros privamos a la realidad movida de su libertad? Porque nosotros no somos autores de su naturaleza y, por el hecho mismo, no tenemos no tenemos un concepto exhaustivo de esa naturaleza. De aquí se deduce que al mover yo a una creatura inteligente, ente racional o persona humana, por mucho que lo procure no alcanzo a moverla en conformidad absoluta con lo que es su naturaleza. Resulta que este no es el caso de Dios; porque Dios está conservando en su entidad, en su vigencia existencial, a esa creatura; y si la está conservando en su vigencia existencial, la está manteniendo en el ser; y al estar manteniéndola en el ser, su mantención es absolutamente exhaustiva respecto de la creatura; no hay nada en mí, absolutamente nada, ni un resquicio de mi entidad, que no esté movido por Dios; estoy predestinado por Dios para existir y, como esta predeterminación es exhaustiva, omnímoda e infinita, es evidente, entonces, que esta predeterminación tiene que hacerse extensiva a todas las fases de mi existencia. Si pensamos bien en qué significa para nosotros actuar, qué significa operar, veremos que es adquirir ciertos modos nuevos de existir, y nada más; y si adquirimos nuevos modos de existir, es también absolutamente evidente que esa existencia tiene que estar causada por Dios. En este sentido, Dios no sólo no constituye por su predestinación física ningún obstáculo para el ejercicio de mi libertad, sino que, yendo más adelante, podemos afirmar con absoluta seguridad, que Él está provocando con su predeterminación el ejercicio de mi libertad; porque si no me premoviera y no me predeterminara yo no podría pasar del poder ejercer mi libertad a ejercerla de hecho. Luego, el ejercicio de mi libertad está siendo provocado, precisamente, por la predestinación física que Dios, como el existir subsistente que es, ejerce en un existir esencializado como es el mío. Lo que estoy diciendo en este momento lo puede decir cualquier ente racional.
Como digo, esto es muy importante porque nosotros así quedamos perfectamente tranquilos; porque, en general, parecería algo terrorífico, algo horroroso, el estar determinado por Dios. ¿Por qué? Porque también tenemos un concepto completamente erróneo de Dios – tampoco entraré aquí en el ámbito de lo sobrenatural; mantengámonos en el orden natural – Nuestra existencia no es necesaria; somos contingentes. Nuestra contingencia no es anterior a nuestro existir; comienza con el hecho mismo de nuestro existir; antes no éramos nada; comenzamos a ser contingentes cuando comenzamos a existir. ¿Qué quiere decir que comenzamos a ser contingentes? Que en cuanto comenzamos a existir comenzamos también a hallarnos indeterminados ab intrinseco a existir o no existir; entonces, una vez que existimos ya comenzamos a ser indeterminados a existir o no existir; antes, no. Ahora, si en ese momento, siendo existentes, como somos, nos encontramos intrínsicamente indeterminados a existir o no existir – mejor que decir «intrínsicamente» empleemos la palabra latina, que es más exacta, aunque parezca pedantesca, a saber, que estamos indeterminados ab intrinseco a existir o no existir – entonces, en el momento mismo en que existimos estamos siendo predeterminados ab extrínseco; esto es lo que se llama la «predestinación física»; el ente contingente, si existe, tiene que estar predeterminado a existir por un ser que le sea causa eficiente y causa eficiente exhaustiva porque es causa eficiente del existir. De manera, entonces, que, como digo, lejos de constituir la predeterminación divina una especie de coartación de nuestra libertad, de cohibirla, al contrario, es causa de que esa libertad se ejerza perfectamente bien.
Para sumar otros argumentos, que son también muy importantes, diremos que el acto por el cual Dios nos crea y el acto por el cual Dios nos predetermina, son un solo y mismo acto que es del existir subsistente. En Dios no hay distinción – según veíamos en clases anteriores – en Dios no hay distinción entre su existir y su operar o actuar. Por consiguiente, si Él nos está creando libres, nos tiene que estar promoviendo también libres, dado que por parte de Dios no hay sino un solo acto. La causa de nuestra libertad está en que existimos; si la existencia es la causa de nuestra libertad y nuestra existencia está predeterminada exhaustivamente por Dios, a saber, que obedece al influjo creador divino, pero de manera exhaustiva, es decir, totalmente, absolutamente, omnímodamente, es evidente entonces que todo lo que hay de realidad en nosotros está siendo predeterminado a existir por Dios. Es así como el acto libre es algo que existe en nosotros; luego, el acto libre, el acto por el cual ejercemos nuestro libre albedrío humano, tiene que estar también siendo predeterminado por Dios. Esta es la verdad de las cosas; contra esta verdad así categórica no puede haber ninguna objeción sentimental en su contra. Porque estos problemas metafísicos que suponen el tercer grado de abstracción no hay que discutirlo con imágenes ni con sentimientos, sino con la inteligencia. Porque no se trata de imaginarnos a Dios, se trata de concebir a Dios, en la medida de nuestra capacidad para concebir a Dios. Es aquí donde reside precisamente la razón, en una conceptualización exacta, en un raciocinio lógico, partiendo de principios absoluta y abrumadoramente probados y evidentes – los primeros principios no pueden ser probados, en el sentido estricto de la palabra – y estaremos perfectamente tranquilos. Por lo demás, habría también aquí una consideración que es muy útil para el caso; el amor con que nos amamos nosotros, es decir, el amor con que cada uno de los seres humanos se ama a sí mismo, es finito; el amor con que Dios nos ama a nosotros, a cada uno de nosotros, es infinito; luego, si nosotros meditamos estas verdades y nos detenemos a pensarlas seriamente, resultaría – fíjense bien en lo que digo, y no me arrepiento de decirlo – resultaría, para nosotros, mucho más horrible que nos moviéramos nosotros a nosotros mismos que nos esté moviendo Dios; porque nosotros, al movernos, damos prueba de un amor propio finito; en cambio Dios, al movernos, muestra un amor infinito. De manera que, en esta predestinación divina de Dios respecto de nosotros, no hay que considerar las cosas puramente desde el punto de vista intelectivo, es que Dios al crearnos nos ama; por eso, Santo Tomás dice muy bien que la ciencia de Dios es causa de nosotros en cuanto tiene unida a sí misma la voluntad; es decir, en nuestra producción, en nuestra existencia, son con-causas – al modo humano estamos hablando – la inteligencia divina y la voluntad divina; pero, no es el factor principal la voluntad divina; el factor principal es la inteligencia divina. Entonces, la sola inteligencia divina no es causa de nosotros, es factor principal de nuestra existencia, es el factor principal de la causalidad divina respecto de nosotros, pero este factor principal tiene que tener unido a sí, ministerialmente, asistencialmente, la voluntad; luego, Dios nos crea porque quiere y no puede darnos mayor muestra de amor que sacarnos de la nada al existir sin que para Él conlleve absolutamente ninguna utilidad, porque el amor de Dios hacia nosotros es absolutamente gratuito.
Cuando se plantean estos problemas, se plantean con una acritud tremenda; bien pensada la cosa, no hay ningún motivo para discutir con acritud; porque el hecho mismo de que estemos, o no, existiendo y que no existamos por nosotros mismos, está indicando que estamos existiendo por la causalidad divina que es una entremezcla infinitamente conjugada y armonizada entre la inteligencia y el amor divinos hacia nosotros. Por consiguiente, en este sentido, nada de temores.
Ahora, como resumen de lo que hemos dicho sobre los atributos divinos, tenemos que insistir en que estos atributos son plurales en cuanto a nuestro modo de hablar y en cuanto a nuestro modo de pensar. En Dios no existe tal pluralidad de atributos; en Dios no existe más que una realidad, una entidad simplicísima e infinita que es su existir subsistente, el cual es el que está dando razón absolutamente de todo.
Vamos a terminar aquí, porque ya la garganta no me acompaña; pero estoy llano a responder, si puedo a las objeciones que juzguen conveniente plantear quienes me están oyendo.
P…(ininteligible)
R. En realidad sólo existe una sola razón, a saber, la trascendencia infinita de Dios sobre nosotros; porque nosotros estamos existiendo en virtud del influjo creador de Dios en nosotros, el cual, así como se hace extensivo absolutamente a todos los sectores entitativos, es evidente que también se hace extensivo a este sector entitativo que es el ejercicio de nuestro libre albedrío humano…es decir, la predeterminación divina es lógicamente anterior a nuestra auto determinación humana. Yo me autodetermino en virtud de que Dios me está predeterminando; de lo contrario, esta autodeterminación mía tendría su última razón de ser en mí mismo, siendo que un ente contingente que, desde el punto de vista existencial tiene su razón de ser en el existir subsistente, mal podría constituirse en razón de una de sus actividades; porque entonces una de sus actividades ya no tendría como razón de ser suficiente a Dios, siguiéndose que este influjo creador divino no sería exhaustivo respecto de nosotros. Agregaré otra razón que se me ocurre en este momento y que había olvidado, es lo siguiente: Este problema de la coexistencia de la predeterminación divina con la autodeterminación humana es un aspecto puramente parcial de otro problema mucho más profundo, a saber, la coexistencia de lo infinito con lo finito, problema que ya traté previamente. O sea, si Dios es infinitamente infinito en su existir ¿cómo deja hueco para el existir mío? Pues, ahí está, me parece a mí, el problema terrible cuya solución está en verificar el hecho, esta circunstancia ontológica, aunque no podamos explicarnos cómo puede ser viable esta misma circunstancia ontológica. Sabemos, de hecho, que coexisten el existir infinito con los existentes finitos; pero no sabemos cómo coexisten el existir infinito con los existentes finitos; es el problema del «cómo» donde topamos con el misterio. Es lógico; porque para saber cómo se concilian dos realidades o entidades, es necesario conocer las dos; y hay una de ellas que no conocemos, o que no conocemos eficientísimamente; mientras no la conozcamos adecuadamente y ese «mientras» sea toda una eternidad, aunque espero que lo veamos en la vida futura y aún así sin comprenderlo, porque comprender a Dios no puede nadie sino Dios mismo, entonces nos encontramos de frente con el misterio, respecto del cómo coexisten lo finito, o el ente infinito, con los entes finitos. Lógicamente, este problema se proyecta en el actuar de los entes finitos, en la determinación libre de los entes finitos; este influjo creador divino siempre está planeando sobre ellos; no solamente planeando, sino injertándose, impregnando todos los seres; tanto nos impregna que gracias a Él existimos.
Entonces, este ejercicio del acto libre no es más que una de las tantas manifestaciones de este existir nuestro impregnado por el influjo creador de Dios.
P…(ininteligible)
R. La raíz de nuestra responsabilidad está en la imputabilidad de nuestros actos. Somos responsables de nuestros actos debido a que se nos pueden imputar; y son imputables porque somos libres. El problema es conciliar la libertad con la predestinación divina, lo cual no quita que seamos libres y, mientras seamos libres seremos responsables de nuestros actos…(ininteligible)…Porque somos libres se nos atribuyen nuestras faltas, así como nuestras buenas acciones por las cuales recibiremos recompensa. El problema no está ahí; el problema está en la conciliación de nuestra libertad, que no podemos negar, con la predestinación divina. Vuelvo a decir aquí que para poder saber cómo se concilian tendríamos que saber cómo coexisten el existir infinito con los entes finitos, para lo cual, a su vez, tendríamos que conocer cómo y de qué manera está causándonos Dios, lo cual no podemos saber, porque en Dios el causar es lo mismo que su existir; si no conocemos el existir divino porque lo finito no puede conocer lo infinito, entonces tampoco podemos conocer el causar divino; es una situación de la cual no podemos salir. En suma, a mí lo que me importa es saber que soy responsable de mis actos; por consiguiente, me serán imputadas mis faltas, mis errores y me serán recompensados mis actos buenos. Es, en fin, lo que a nosotros debe importarnos. Ahora ¿cómo se concilia esto? Yo creo que nadie puede dar razón sino de sus actos propios…(ininteligible)…y el responsable del influjo creador divino y de la predestinación divina es Él, Dios; tendríamos que pedirle responsabilidades a Él, lo cual no podemos hacer, porque un inteligente finito – vuelvo a decir otra vez – es absolutamente incapaz e inhábil para pedir responsabilidades al existir infinito. De aquí, no podemos salir, nunca; porque nunca, ni vosotros ni yo ni nadie, podremos saber cómo se concilian estos dos tipos de entidades, a saber, la entidad infinita con las entidades finitas.
P…(ininteligible)
R. …(ininteligible)…en las divinidades paganas griegas; primeramente, en aquellas divinidades paganas griegas ni platón ni Aristóteles creían; eran demasiado inteligentes para eso, eran claramente monoteístas. Estas divinidades paganas servían para la masa griega y, por parte de los pensadores, para la exportación. Recordemos que, a Sócrates, por creer en el Dios único y no creer en ninguna de las divinidades de Atenas o de otras ciudades, lo condenaron beber la cicuta. Era el monoteísmo de estos pensadores. No tenemos necesidad de traer a colación las divinidades paganas griegas que son ridículas. Hay pueblos mucho menos cultos que el griego que tuvieron divinidades mucho más perfectas que los griegos; es un fenómeno que se da a lo largo de la historia, a saber, que no son los pueblos más refinados y cultos los que han tenido una mitología y una creencia religiosa más perfecta; hay pueblos rudimentarios culturalmente que tienen nociones clarísimas acerca de la divinidad, mucho más que la de los griegos. Así que, traer aquí las divinidades paganas griegas, en las cuales los grandes pensadores griegos no creían, no es necesario.
P…(ininteligible)
R. Dios es infinitamente bueno. Tengo, y tenemos, nuestra existencia perfectamente marcada por Dios; lo cual no solamente me causa la menor inquietud, sino que me causa una enorme alegría; porque estoy determinado, marcado por un ser que me ama con amor infinito, así que ¿qué más quiero? Estamos marcados y esta marca, precisamente, se llama ser racionales y ser hombres y no animales puramente sensitivos; esta es la marca divina en nosotros, ahí está; es lo importante y, también, dignificante, ennoblecedora.
P…(ininteligible)
R. Como digo, el gran pensamiento griego, el de Platón, el de Aristóteles y el de Sócrates, que conocemos a través de Platón y Jenofonte, era un pensamiento monoteísta. Aristóteles demuestra la existencia de Dios, de un Dios único; ¿Cómo iba a creer en la gentuza del Olimpo? ¡En absoluto!
P…(ininteligible)
R. No hablemos de «mi» predestinación; en nosotros la predestinación está de modo pasivo; está de modo activo en Dios, no en nosotros; Dios es el predestinante… si nuestro creador es uno, nuestro predestinante no es más que uno. En el momento en que yo paso del poder actuar al actuar, en ese paso está el ejercicio de Dios predestinante, porque nada pasa de la potencia al acto si no es movido por un ser en acto.
P…(ininteligible)
R. Existimos porque Dios nos está conociendo, y el conocimiento de una creatura es previa a la existencia de una creatura. El hecho de que Dios cause nuestras acciones malas, digamos, nuestros pecados, es un problema que debe ser muy bien considerado. En efecto, ¿qué cosa es el pecado? Si hablamos del pecado como algo positivo, es algo completamente erróneo; el pecado es carencia de orden. Siempre he formulado una pregunta, testigos son mis amigos: si, por ejemplo, pretendo ir a Viña del Mar y en vez de tomar el expreso a Viña del Mar tomo el expreso de Talca ¿es real o no es real que yo he tomado el expreso de Viña del Mar? ¿Qué les parece a ustedes? Pues no es real. Lo real es que he tomado el expreso de Talca; no puede ser real lo que no existe. Yo no fui a Viña del Mar porque tomé el expreso de Talca; esto fue lo real. En este sentido hay que distinguir el sujeto privado de una perfección y la privación misma de esa perfección. La privación no existe; existe el sujeto privado de una perfección. Si usted me dice que la ceguera es real, yo le digo que la ceguera no es real, sino que un ciego es real; lo que es real es la visión; pero, la carencia de la visión, que es la ceguera es la carencia de una realidad que es la visión. Por ahí está la respuesta.
https://www.youtube.com/watch?v=7Vy-Qhe3di8&t=20s
FIN