En
un programa de la TV que trata de problemas judiciales, ante un caso de
separación de un matrimonio con hijos en común, la conductora manifestó
que nada cuestionable realiza cualquiera de los cónyuges cuando decide
dejar a su familia, porque "tiene derecho a ser feliz" (como lo dice
cansadoramente el estribillo de una melosa canción popular). Esta
proposición puede llevarnos a mirar de cerca el término "felicidad".
Para situarse en un lugar común de análisis es necesario precisar su
realidad, es decir su significado, es decir su definición; y es aquí
donde radica gran parte del problema, puesto que el ser humano moderno
huye de lo real para manejarse por lo subjetivo-emocional y, a lo más,
se conforma con una posición probable. Y así, para algunos ésta no
existe, para otros sólo existen momentos de alegría, para muchos la
felicidad consiste en los placeres, en la ausencia de aflicciones o en
un "buen pasar".
El
pensamiento clásico, al estudiar algún objeto del conocimiento,
comenzaba preguntándose "an sit", es decir si acaso existe, para luego
continuar con "quid sit", es decir su naturaleza. Es claro que el hombre
no es libre con relación a la felicidad considerada en común, puesto
que de modo necesario, con sus actos voluntarios, siempre se dirige a
ella; no es libre para rechazar la felicidad en común ni para renunciar a
ella. Sin embargo es libre para elegir los medios, buenos o malos, para
conseguirla. La felicidad tiene un componente objetivo, que no es otra
cosa que el bien o el objeto que llena por completo el ánimo, y un
componente subjetivo que es la posesión y goce del componente objetivo u
objeto. Así pues, siguiendo a Santo Tomás en la S.Th I-II, Tratado de
la bienaventuranza, la felicidad existe y se la puede definir diciendo
que es "el estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien
que le llena de dicha y paz". Ahora bien, la perfección de este estado
del alma no es posible en esta vida porque la naturaleza de los bienes
naturales apetecibles, por los que el hombre se siente tan fuertemente
atraído, no reúnen los requisitos necesarios para llenar el apetito. Y
entonces ¿cómo ha de ser aquel bien capaz de causar el reposo y el gozo
del alma humana? Nuevamente siguiendo a Sto. Tomás, como objeto de la
felicidad, el bien plenamente saciativo necesariamente reúne las
siguientes condiciones:
· Que sea el bien último, de modo que no se desee en orden a otras cosas o a otro bien más alto.
· Que excluya todo mal
· Que sacie plenamente la sed de felicidad del ser humano
· Que no se pueda perder o no disminuya una vez alcanzado.
· Que excluya todo mal
· Que sacie plenamente la sed de felicidad del ser humano
· Que no se pueda perder o no disminuya una vez alcanzado.
Ya
podemos advertir que, por ejemplo, ni las riquezas, ni los honores, ni
la fama o la gloria, ni el poder, ni la salud corporal, ni los placeres,
ni la virtud y sabiduría en sí mismas, ni todos estos bienes
simultáneamente concebidos, reúnen las condiciones señaladas con
relación al objeto de la felicidad. La razón está en que todos ellos,
tomados singularmente o colectivamente, se desean en orden a otra cosa o
no es posible poseerlos todos, no excluyen todos los males, no llenan
completamente el corazón humano y, por último, fácilmente pueden
perderse.
Entonces, es un grave desorden o, al menos una engañosa ilusión, poner
el fin y, así, el bien honesto, de la vida humana en la posesión de los
bienes creados o finitos. ¿Significa entonces acaso que, p. ej., en el
caso que nos ocupa, “no tenemos derecho a ser felices” cambiando la
propia realidad familiar que consideramos o experimentamos desagradable
para unirnos a una nueva relación que se presenta gratificante? Sostener
que me asiste ese “derecho” significaría que es lícito para mí exigirlo
(a algo o a alguien, ya que los derechos son exigibles) aunque en este
afán vaya dejando “muertos y heridos en el camino”. Ya hemos visto que
depositar el último fin en algún bien finito creyendo que éste nos hará
saciativamente felices es una ilusión; y esto nos incluye, a nosotros
los seres humanos, en tanto realidades finitas. ¡Sí!, y por tantas
razones: nos enfermamos, damos trabajos, somos inestables, perdemos la
belleza y la fuerza, con frecuencia somos fuente de grandes desarreglos
pasionales y desenfrenos, no pocas veces desilusionamos y causamos dolor
y sufrimiento, etc. Por otro lado, constituye un grave desorden moral,
toda vez que faltamos a los deberes con relación al prójimo considerado
como individuo, miembro de nuestra familia y de la sociedad, deberes que
se desprenden del amor (caridad) – otro término tan degradado como la
misma felicidad - y de la justicia; y, por sobre todo, porque nos
proponemos como último fin una creatura, distinto del único objeto
perfecto de nuestra felicidad que es Dios, en tanto no se ordena a
ningún otro bien superior, excluye absolutamente todo mal, llena
plenamente el corazón humano y, una vez conseguido eternamente no se le
puede perder.
Muchas
veces, el “exigir este derecho”, tiene su causa en otro movimiento del
apetito que suele ser muy arrollador, es decir impulsado por un intenso
movimiento pasional que, por lo general, va acompañado por un cortejo de
males: ceguera de la razón, precipitación, egoísmo, intereses
personales, etc.
La
felicidad plenamente saciativa no es posible en esta vida ni en el
orden puramente natural. Sin embargo es posible un cierto bienestar y
felicidad relativa, mediante el sosiego de las pasiones, la práctica de
la virtud y la tranquilidad de la conciencia. Es evidente que nadie
escapa, tarde o temprano, a una vida trabajosa y ardua, a todo tipo de
adversidades, aflicciones, limitaciones, frustraciones, dificultades y,
finalmente a la muerte. Es el carácter de la vida en estado de
naturaleza caída. Y, sin embargo, es en medio de esta realidad que,
paradojalmente, según un análisis meramente inmediatista, se pone el
“problema” de nuestra felicidad. Problema que tiene una sola clave de
resolución: la incorporación de la vida sobrenatural, ampliando el
término “felicidad” a “bienaventuranza”, perfectamente posible y
compatible en medio de las tribulaciones de la vida presente.
El
pensamiento clásico, cuyo dogma sostenía la eternidad de la materia y
considerando que la vida del hombre estaba comprendida en el círculo de
la naturaleza - naturalismo pagano - afirmaba que la felicidad consistía
en el goce de los bienes terrenales. Sin embargo este idílico
naturalismo era contrariado por un radical pesimismo, toda vez que la
experiencia dejaba de manifiesto todo el conjunto de males que acompañan
a la materia. En efecto, ayer como hoy y siempre, la materia es el
principio de la muerte, de la imperfección, del dolor, de la finitud:
fuente de permanente infelicidad y de inquietud (no de paz). Esta
frustrante materia y vida natural no tenía otra resolución sino en el
"Destino" ("Fatum"), es decir era una fatalidad sin solución. Y
así lo sentía y pensaba, con relación a la felicidad y a la vida, una
humanidad sufriente y desesperanzada. Por ejemplo, en las inscripciones
sepulcrales del “Corpus inscriptionum latinarum” leemos: “No llorar; ya
no siento el dolor de morir. El verdadero dolor ha sido vivir” (XI,
207), “Esta es la casa eterna, aquí está la cesación del dolor” (VIII,
18608).
La respuesta que dará el Cristianismo sobrepasa la frustración del naturalismo y del materialismo y abre la esperanza de poder liberarse de todo lo inherente a éstos, el dolor y la muerte. En efecto, la materia no es eterna sino, en cuanto creada, contingente ya que no tiene en sí misma la razón de ser y, si Dios ha creado, lo ha hecho por amor, teniendo en vista la felicidad de sus creaturas. El mal, causa de la infelicidad del hombre, ya no tiene origen en la pesada materia, ni en Dios, sino en la misma voluntad del hombre. Luego, si el mal es portador de sufrimiento, dolor y muerte, tiene su origen en algún acto originario del hombre que puso esta condición y que explica su presencia: la caída original. Dios, Bondad Perfecta, creó al hombre en plena felicidad, y sus descendientes estaban todos destinados a la misma felicidad perenne, sin conocer el dolor ni la muerte. Todo esto, no siendo connatural a la naturaleza creada, fue posible por medio de la concesión e incorporación de una realidad suplementaria, puro don gratuito, que lo liberaba de toda imperfección y limitación, y lo capacitaba para la felicidad sobrenatural: la Gracia. Y así hubiese vivido, de no mediar la estupidez de la rebelión, resultado de la soberbia y de la declaración de autonomía. Al hombre, la dependencia le resulta intolerable, toda vez que pone su felicidad en la manos de otro, siendo que ansía ser autosuficiente, es decir ser Dios para sí mismo: “Eritis sicut dii” (Gn III,5). Y he aquí el origen de las tribulaciones: rechazando la Gracia el hombre cayó de una vez en todas las imperfecciones de la pura naturaleza: el sufrimiento, la muerte, la ignorancia, la inclinación al mal. El hombre, cediendo a la seducción de la autonomía, introdujo el mal, causa de la infelicidad. ¿El remedio? Pues, sólo puede venir de Dios; el hombre carece de las fuerzas (sólo naturales) para reparar un desequilibrio sobrenatural: y he aquí la maravilla de la Redención. Dios, prometiendo no abandonar a su creatura, y el infinito nuevamente desciende hasta el hombre. Con la Encarnación Dios adopta ambos extremos que se encontraban separados y volverá a ponerlos en contacto recomponiendo la unión, es decir volverá a recomponer el canal de la Gracia comunicando al hombre, nuevamente, los medios para superar el dolor y la muerte y obtener la salvación (único último fin de la vida del hombre) por medio de la santidad de vida que es, en fin, la bienaventuranza.
Todas
los gozos de la vida son santos, con tal que se subordinen a Dios en la
vida presente y en la futura. Dios nada niega a su creatura: si no
somos felices se debe tan sólo a que queremos ser felices a nuestro
modo, buscando la felicidad donde no existe, excluyendo a Dios en
nuestros proyectos. El hombre debe vivir y gozar del mundo sin hacerlo
un fin para sí mismo. San Jerónimo dirá: “In carne non carnaliter vivere”
(Epist. LIV ad Furiam, 9, MIGNE, P. L., 22, col. 554). La recta y sana
razón ya, de por sí, es suficiente para elevarnos a descubrir el origen
del mal (la voluntad humana) y la insuficiencia de la materia y la
simple naturaleza para superarlo; pero he querido desplegar este rodeo
para saltar hacia el fondo del problema del dolor y de la infelicidad
del hombre y ponerlo en su justa dimensión. Se deja ver que, el hombre o
la mujer que deja a su familia persiguiendo una fugaz “felicidad”
autorreferente, auto dirigida, autónoma, esperando que otro ser, tan
limitado, indigente y carente como sí mismo, o sí misma, le confiera ese
“tengo derecho a ser feliz” es o una ciega pasión o una ilusoria
expectativa cuya realidad, más pronto que tarde, evidenciará su radical
insuficiencia para llenar el corazón humano de dicha y de paz. Por el
contrario, ya que todos somos indigentes y necesitados, el acto que nos
une es el vínculo del amor de los unos con los otros en Dios y por Dios
(Mt XXII, 37-40). Amor que, al contrario de las insinuaciones de las
melosas canciones, de las dulzonas teleseries y películas y de las
sentimentaloides ensoñaciones del “permanente
enamoramiento-encantamiento” (que no hacen sino disminuir nuestra
capacidad racional y conducirnos pasivamente a impulsos de las pasiones y
emociones), no es otra cosa que procurar y realizar el bien por el
otro, en especial para que no caiga y se pierda (sobretodo eternamente),
cuidándonos, hasta el sacrificio y el heroísmo personal – que es
sublime expresión del amor – de dejar “muertos y heridos inocentes por
el camino” (cfr. 1 Cor XIII, 3-8, 13).
“Christus Vincit, Christus Regnat, Christus, Christus Imperat!”
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